He dejado “The
Monuments Men” para después, como el postre de una comida. Me
chocó la dureza crítica con la que fue recibida en su estreno, de
modo que preferí dejar pasar el tiempo antes de verla, y tras el
primer visionado me he encontrado con una obra honesta, que, de
verdad no me esperaba. Por lo que había leído aquello sonaba a una
obra que no encontraba su tono, que se perdía en la parodia, y en
fin, eso es lo que recuerdo de las críticas durante su estreno en
salas en España, y antes durante su pase en Venecia. Recuerdo, eso
sí, la sensación de fracaso, y la crítica toda a una poniéndola
mal. Es terrible cuando eso pasa, y sobre todo en un festival grande.
Estás condenado. Es un acto de sadismo, en mi opinión, hacer estas
cosas a una película. Pero en fin, así es el sistema. No es la
primera vez que una salida equivocada en el festival equivocado
arrastra a una obra de cine, inmerecidamente, al abismo. Esa hiel
muchos cineastas españoles la han probado en San Sebastián, por
ejemplo, un festival que puede ser especialmente duro con el cine
patrio. “Volaverunt” es un ejemplo. Pero hay muchos otros.
A veces pasan estas
cosas, empieza a haber una rara unanimidad, sea buena o mala, en la
crítica alrededor de una obra cinematográfica, generamente von la
vitola de un festival importante, y, bueno, se extiende entre los
críticos locales como si no hubiera un mañana, y como si no hubiera
otra opinión. No sé cómo habrá ido “The Monuments Men” en
salas y en doméstico (o como se llame ahora), pero espero que no
haya ido mal, aunque tengo la sensación de que los malos comentarios
no ayudaron a la película en asbsoluto.
No conozco la obra en
la que se basa, que son las memorias del creador de los “The
Monuments Men” reales, y por tanto ignoro las licencias que se han
tomado guionistas y director alrededor de la historia original (que
fue real y se basa en el llamado The Monuments, Fine Arts and
Archives Program), pero creo que es, pobablemente, la mejor
adaptación de las posibles. El tono ligero inicial que no abandona
la obra, la camaradería entre unos buenos tipos que viajan en las
retaguardias de la II Guerra Mundial, enfrascados en su objetivo de
recuperar el arte, la memoria de la humanidad, de la destrucción, me
parecen nobles y dignos. Y su acercamiento a la guerra, que les
arroja en varias ocasiones la realidad y crudeza del enfrentamiento
entre los hombres en forma de muerte y sangre, parece tamizada por
los ojos de esos cuidadores de museos, historiadores del arte y
escultores que se ven, mayores ya, en mitad de una Europa arrasada,
intentando entender el devenir del caos que les rodea.
George Clooney (en el
papel de Frank Stokes, imaginario líder del grupo de Monuments Men)
se reserva un monólogo radiado a sus compañeros en el que
desentraña la pulsión que le ha llevado a crear ese extraño grupo
humano y a la improbable tarea de rescatar la flor y nata artística
europea de las garras de la oscuridad para devolverla a sus dueños
legítimos, pero la película tiene otros momentos de peculiar
intensidad, como el del hallazgo de los dientes de oro en un barril
en una de las minas en las que se ocultan miles de obras de arte
robadas. Es un momento desolador y muy definitorio de las intenciones
de la película, que nos hace preguntarnos cómo es posible que la
vileza humana llegue a extremos tan atroces. Rodeados de obras
quemadas, arrancadas de la propiedad de la raza humana para siempre,
los miembros supervivientes de los The Monuments Men ascienden a la
superficie en silencio en el ascensor de la mina, tras la revelación
de la atrocidad cruda reducida a diminutos trozos de oro en un parril
desdichado en una mina donde yacen obras de Picasso, Rafael o Cezanne
quemadas con lanzallamas.
Hay otras escenas
memorables, como aquella en la que abuelo y nieto, en 1977,
contemplan la Virgen con el Niño de Miguel Ángel, y se responde a
la pregunta de si ha valido la pena que le hacen los políticos al
protagonista 30 años antes. Por cierto, el actor que interpreta al
personaje de Frank Stokes como “abuelo” es el padre de George
Clooney, Nick Clooney. “The Monuments Men” es una historia de
perplejidad, la perplejidad de la inocencia de unos hombres sacados
de su ambiente que se encuentran en mitad de un escenario bélico en
desmantelamiento, pero que tienen una misión: recuperar lo que es
nuestro, lo que es de todos.
En
ese momento final en el que abuelo y nieto parten en un intenso
contraluz hacia el exterior de la iglesia donde se expone la
escultura, que ha sido definida antes por el personaje de Donald
Jeffries (interpretado por Hugh Bonneville) certeramente, (cito de
memoria, “unas manos de porcelana acarician a un hijo del que la
madre adivina su terrible destino”) se resume el sentido de una
misión y un empeño como el de aquel puñado de hombres.
Hay
otro momento, cuando el grupo entra en el castillo de Neuchwanstein y
se ven rodeados de esculturas de todas las eras robadas por los
nazis, desde obras de la Grecia Clásica a trabajos de Rodin, en los
que comprendes la fragilidad del legado que unas generaciones pasamos
a otras, y que ahora, los que vivimos, hemos de pasar a los que
vengan, que es nuestra memoria más básica, nuestra identidad en
forma de arte, algo tan frágil y a la vez tan poderoso. Me vienen a
la memoria los Budas de
Bāmiyān,
y las guerras que vendrán, y que seguramente en mil años dejarán
diezmado el patrimonio por el que
tantos trabajan hoy. Y pienso en la necesidad de instrucción que
tenemos todos cuando llegamos a esta vida, y cuántas veces esa
instrucción que nos salvará de quemar o ser quemados, no llega. Y
nos convierte en bestias.
“The
Monuments Men” es una pequeña película de aventuras que enfrenta
un asunto demasiado terrible como para ser contada de otra manera,
narrada de forma clásica y sabia, interpretada por unos actores
encantadores (Bill Murray en la escena de la ducha y la secuencia
musical que sigue está enorme, transmite una riada de emociones
desde su melancolía de hombre cercano a la setentena, que se
transmuta en un símbolo de la añoranza en un solo plano), que
quiere ser ingenua como aquellos hombres lo eran, honesta como sus
principios, deudora confesa (ahí están los créditos finales para
atestiguarlo) del cine de aventuras “De II Guerra Mundial” de los
años 60 y 70 (desde “Comando Patos Salvajes” a “Doce del
Patíbulo”, “Un Taxi para Tobruk”, “El Desafío de las
Águilas”, “Los Cañones de Navarone” y tantas otras, que
habían convertido el drama de la atroz guerra, con la distancia de
dos o tres décadas desde su conclusión en un honesto
entretenimiento sin más complicacions), pero releído en la clave de
un nuevo siglo (con una narración episódica y una planificación
absolutamente clásica, que se aleja siempre que puede del primer
plano y el plano medio o del plano-contraplano para contar la
historia en clave cinematográfica, en planos americanos y abiertos,
con conceptos de Cinemascope más próximos a Joshua Logan o Nicholas
Ray que a cualquier realización contemporánea), y desde la única
forma posible para hacer algo así de arriesgado: desarmar al
espectador de sus falacias sarcásticas de quien “lo ha visto todo”
y darle la historia de unos hombres que querían hacer algo por
nosotros, los que hemos venido después. Y das las gracias. Creo que
eso es lo que queda. Un profundo agradecimiento.
Creo
que “The Monuments Men” debe de ser saboreada sin prisas. Es lo
que promete. Y eso es muchísimo. La próxima vez que visitéis el
Louvre, sonreíd a la memoria de la gente que murió y luchó por que
nuestra generación todavía pueda ver ese legado gigantesco que es
nuestra cultura común.
Creo
que eso pretende George Clooney en su película.
La imagen es una captura del microsite de "The Monuments Men" en Rottentomatoes.com, y se reproduce haciendo uso del derecho de cita bajo supuesto de fair use.