Las películas de verano, esas
producciones que se empezaron a poner de moda hace como 30 años y
ahora cuestan 200 millones de dólares, se han convertido de un
tiempo a esta parte en monstruos hipertrofiados que pueden causar, si
fallan en recaudar lo esperado, hasta la caída del Estudio que las ha
creado. Vistas así, parecen pésimas decisiones financieras.
Esta carrera de gigantescas producciones franquiciadas de Hollywood
lleva tiempo prolongándose, y es interesante de observarla, por lo
irracional. Son tiempos desesperados, en los que tu película está
pirateada en todo el mundo al día siguiente de su estreno, o incluso antes, en
calidad HD, con sonido atronador, y contra eso poco puedes hacer. Los grandes estrenos han de ser simultáneos, grandes, y crear
expectativas en los potenciales espectadores antes de que el pirata
las cuelgue en la red.
El resultado es a veces un poco patético, entre piruetas que merecerían más bien ser protagonizadas por el Circo del Sol (el año pasado Tom Cruise colgando del Burjh Khalifa en una trama ininteligible en "Misión Imposible: Protocolo Fantasma" traslucía la desesperación de ciertos hipertrofiados formatos "rollercoaster"), y otras un simple dislate ("Transformers 3" es el mejor ejemplo hasta ahora de parque temático portátil para salas 3D IMAX).
Esta política de los Estudios de
Hollywood va en contra de las películas pequeñas y medianas.
Sumergidas en un mar en el que sólo flotan los monstruosos blockbusters, poco
pueden hacer ante un despliegue promocional medido en millones de
impactos o en acuerdos de merchandising con las grandes cadenas
de comida rápida, que están al alcance de unos pocos. Pero los
gigantescos productos veraniegos, cada vez más arriesgados en
términos de recuperación de lo invertido, necesitan un mercado
mundial y un lanzamiento simultáneo multicultural para ser rentables
en los escasos días que les da hoy la ventana del estreno en salas,
que nunca fue tan pequeña. Eso las fuerza a ser convertidas, más
que en objetos narrativos, en “productos corporativos transnacionales”. Para ello es
ideal o bien disponer de una franquicia adquirida que tenga ya su
propia red promocional y su boca a boca garantizado (Marvel-Disney,
DC-Warner con sus personajes-franquicia de cómic son sendos
ejemplos), o bien generarla (lo que siempre es más arriesgado; este
año Warner lo intentaba con “Pacific Rim” (“Pacific Rim”,
Guillermo del Toro, 2013) y no le fue mal del todo). Y luego se han de combinar estas estrategias con historias simples,
con escaso diálogo, que sirvan de “valles” para una sucesión de
escenas de acción cada vez más intensas, y que sean comprendidas
desde Laponia a Tierra de Fuego, pasando por Pekín y Florencia.
En cualquier caso, observo en todos
estos productos una tendencia que parece nacida de la industria del
porno, una “hardcorización” del producto, que implica más y más escenas
gigantescas que han dejado de ser de acción, y se convierten en
demoliciones, en las que los efectos infográficos, reciclados
fotorealistas del cine animado, llevan las riendas, y donde se
arrasan ciudades enteras en reciclados que parecen repetir lo que en
el kaiju-eiga japonés, pero con el 11 de Septiembre como origen de
coordenadas. Desde franquicias aparantemente infantiles como la serie “Transformers” que dirige Michael Bay o
“Battleship” (“Battleship”, Peter Berg, 2012) pasando por los
reciclados Marvel de “Marvel Los Vengadores” (“The Avengers”,
Joss Whedon, 2012) y de DC en “El hombre de acero” (“Man of
steel”, Zack Snyder, 2013) o la saga del reboot de “Batman” a
cargo de Christopher Nolan, llegando al film de del Toro (el único que reivindica festivamente el asunto, por cierto, algo que se agradece) y
atravesando otras franquicias convertidas en productos de acción y
descacharre, como “Star Trek: En la Oscuridad” (“Star Trek into
darkness”, J. J. Abrams, 2013) o las dos películas de la
franquicia G. I. Joe -”G. I. Joe” (“G. I. Joe: The rise of
Cobra”, Stephen Sommers, 2009), “G. I. Joe: La venganza” (“G.
I. Joe: Retalliation, Jon M. Chu, 2013)-, incluso en “Guerra
mundial Z” (“World war Z”, Marc Forster, 2013), hay un general
ambiente de catástrofe transnacional, de apocalipsis, en los cines
de verano, con las capitales exóticas del mundo que gustaban de ser
mostradas vistosamente, a pleno sol y con Wescam en las películas de
James Bond ahora convertidas en cráteres postnucleares arrasados por
semidioses o villanos interestelares. A eso se añade la contratación de actores "serios" para papeles sin humor, cargados de trascendencia y rictus, preferentemente sacados de la cuadra de HBO.
Puede tener su gracia ver hecha CGI una
viñeta de Jack Kirby con un superhéroe atravesando un rascacielos
tras recibir un uppercut de un extraterrestre de cuatro metros,
pero el hiperrealismo de síntesis remueve un poco las tripas. En “El
hombre de acero” nadie parece preocuparse un carajo de los cientos
de miles de infelices que perecen bajo cada edificio que las peleas
gargantuescas entre kryptonianos demuelen. Eso es lo que llamo
“hardcorización”: lo que puede ser aceptable en términos de
violencia parece que se estira como un chicle. Cuando en
“Transformers: La venganca de los caídos” (“Transformers: Revenge of the fallen”, Michael Bay, 2009), una película calificada “PG-13”
por la MPAA, un Autobot arranca la espina dorsal y el cerebro de un
Decepticon, pensé, rodeado de niños en un cine, que se estaban
saltando muchas fronteras invisibles; después de todo las criaturas
de esas películas son seres sentientes, y mutilar a otro ser, por
muy malo que éste sea, no parece un modelo de conducta demasiado
aconsejable. En la reciente “El hombre de acero”
(también PG-13) Kal-El (Henry Cavill) ejecuta al General Zod (Michael Shannon, por cierto, of HBO fame en "Boardwalk Empire"), porque ha hecho
cosas malas, como lo haría un buen comando de las Fuerzas Especiales.
En “Guerra mundial Z”, por su
parte, el enemigo es un auténtico hormiguero humano, la antítesis
de los infelices que mueren aplastados en la ciudades arrasadas por
las batallas se superhombres. El hombre común zombificado que
propone la producción de Brad Pitt es tan despreciable como
aquellos, siendo la amenaza su masa colectiva. El enemigo somos
nosotros mismos reducidos a la condición de insectos (por cierto,
eso no sale en la novela; algún día contaré mi experiencia, corta
pero intensa, durante el desarrollo de ese proyecto).
Está claro que hay un vector de
dirección en este endurecimiento del cine de entretenimiento
veraniego, que crece también con los decibelios de las mezclas de
sonido a las que asistimos, y en cierta medida parece seguir el mismo
camino que el cine porno para sus endurecidos consumidores, que van
saltando en un mecanismo psicológico de adaptación de menos a más
duro, pidiendo por las reglas del omnisciente Mercado (give the people what they want) a los
productores de esa industria un producto más brutal dentro de lo
“mainstream” y aceptable. Las simulaciones de violaciones o el
“throat fuck” actuales podrían no ser aceptables en una película
porno hace 25 años, pero hoy están en los productos más “estándar”
del género. En ambos casos se salta del sexo consentido a la
“simulación” (dentro de lo que en el porno se pueda calificar
como tal) de conductas que vejan al otro, generalmente, por cierto, una
mujer.
Esto es lo que llamo “hardcorización”,
y aunque es un ejemplo extremo, ya estamos sufriendo cómo esas
conductas se convierten en estándar para una generación de jóvenes
que consume esa pornografía. Si hace unos años el llamado “torture
porn” estuvo en boga en el cine de terror, ahora parece que la
ultraviolencia y la ausencia de empatía con el padecimiento de los
otros es lo que está marcando tendencias en mercadotecnia. Pasará, como siempre, pero creo que
la sociedad debería de plantearse si esto es lo que quiere en su
entretenimiento de masas.
Nota: El siguiente párrafo contiene un
Spoiler de una película pendiente de estreno. El renglón en
cuestión está escrito en blanco, por lo que si quieres leerlo
deberás seleccionar el párrafo haciendo doble click o bien
seleccionar con el ratón el renglón en cuestión. No leerlo no
afecta a la comprensión general del artículo.
El asesinato a distancia, que pudo
verse en los cines (tal vez) por primera vez en “Asesinato por
Televisión” (“Murder by television”, Clifford Sanforth, 1935),
y mucho más adelante tuvo una clave hi-tech en un film de la serie
de Jack Ryan, “Juego de Patriotas” (“Patriots game”, Philip
Noyce, 1992), en el que operativos de la CIA asistían vía satélite
al exterminio de un grupo de rebeldes en un desierto libio, se extiende y ahora me
preocupa ver cómo se podría estar asistiendo a una “sublimación
drone”, con reciclados del control remoto como “Acero puro”
(“Real steel”, Shawn Levy, 2011) que juega a la sublimación del
videojuego como herramienta de agresión, algo que pronto también
veremos probablemente en “El juego de Ender” (“Ender's game”,
Gavin Hood, 2013), si se adapta con fidelidad la novela de Scott
Card, que no es sino el relato de un juego de simulación que no es tal. Pero resulta que ese camino de cosificación del otro (el enemigo) también se
ve en productos directamente teen, como la saga de “Los
juegos del hambre”. Insisto en que todo ello es reflejo de los
tiempos, cada era tiene sus mitos, sus novelas, su televisión, sus videojuegos y su cine de
entretenimiento, pero no sé si me gusta este cine que elimina lo
humano y convierte al indiferente en un hormiguero exterminable como
daño colateral de tu guerra y al enemigo en alguien desmembrable.
Es para mi un hecho que esto empezó en los 70-80 con el cine
embrutecedor y barato de gente como Stallone -cuyo “John Rambo” (“Rambo”,
Sylvester Stallone, 2008) es un ejemplo interesante del teatro de la
crueldad en que se ha convertido este tipo de producto audiovisual-, Lundgren,
Seagal, Bronson (pionero junto a Eastwood y otros), Van Damme, etc. bebían del exploit sucio de los 70, aquel cine B rodado directamente en las calles más sucias de Nueva York y otras ciudades con sus centros invadidos de cines porno, sex shops y camellos de pelos imposibles y pantalones de pata de elefante. Aquello llevó a sus herederos de alto presupuesto como “Terminator 2: El juicio final” (“Terminator 2: Judgment day”,
James Cameron, 1991), una película de acción “children oriented”
profundamente idiota y de altísimo presupuesto, que acababa con la
magia del divertido producto de serie B que fue el primer título de
la (inesperada) saga, al intentar lograr el imposible de mezclar la ultraviolencia de aquel subgénero de justicieros con el producto mainstream franquiciable.
En fin, lo que era objeto de productos Serie B se vuelve tendencia, y romper brazos con técnicas de comando es ahora lo más común en el entretenimiento de masas, como matar a millones bajo ruinas humeantes mientras unos tipos en mallas se hostian vivos por un quítame allá un Cubo Cósmico. ¿Recuerdan aquella serie Marvel de corta vida, "Control de Daños"? Al menos en la editorial se daban cuenta de lo grotesco de la situación y se reían de ello.
De aquellos justicieros que partían
fémures, radios y cúbitos a los actuales que parten de un puñetazo
rascacielos repletos de personas, sólo hay un salto presupuestario,
tecnológico, y sobre todo profundamente deshumanizado. Aquella serie B adulta, hiperviolenta y cutre tenía su gracia. Los comics de Kirby/Lee en papel barato y color de trama de los años bullpen de la Marvel pre-franquiciada eran un destilado sorprendente de diversión y talento. La mezcla actual no sé lo que es, pero porta en su interior demasiado cinismo.
La imagen está en Wikimedia Commons. The Woodward's building in Vancouver, Canada, collapsing as it is demolished using explosives. The original 1903-1908 section of the building was left standing, and can be seen just beyond the cloud. Picture taken from the top of a building across Cordova Street, facing southwest. Autor: Tannoy. Está bajo licencia Creative Commons 3.0 Unported.