La probabilidad de
morir en un atentado terrorista es hoy en día de 1 contra 9,3
millones.
Es más probable que te toque la primitiva o que se
estrelle un asteroide llegado de espacio exterior sobre ti. No es broma.
Hay 8 veces más
probabilidades que te mate un policía, ó 1048 veces más
probabilidades de que mueras en un accidente de tráfico, ó 6 veces más
probabilidades de que te mate el calor veraniego, u 8 que mueras en la cama
asfixiado, todas esas cosas son mucho más posibles estadísticamente que el hecho de que puedas perecer en un atentado.
Si fumas, morirás a
causa del tabaco con entre un 50% y un 60% de posibilidades (tira una
moneda al aire, elige cara o cruz; esa es la probabilidad de que el tabaco acabe
contigo: una de cada dos). Sin embargo, la paranoia terrorista, esa infinitesimal
probabilidad de 1 contra 9.300.000, nos mantiene en un estado de
miedo perpetuo completamente irracional.
Hace unos días fui a
la T4 del Aeropuerto de Barajas, y me encontré con varios soldados patrullando con armas
automáticas. Y por primera vez en las décadas que llevo volando
sistemáticamente, me registraron la mochila. Todo ello obedece a ese
estado de miedo que no sé bien a qué obedece (en Madrid no es raro ver a policías armados en las zonas "sensibles"), si a mostrar los
dientes ante un (improbable) terrorista suicida, o acaso a asustar un poco
más a una población europea que parece que no tiene suficiente con
el miedo de la esquizoide política de recortes sociales a la que la
Troika nos somete con crueldad mafiosa. En resumen, una aplicación de libro de la llamada doctrina del shock.
En la T4 tienen un
pequeño panel en el que puedes apretar unas teclitas (caritas
sonrientes si estás feliz, y enfadadas si no tanto) para valorar
cómo te han atendido en el control de seguridad. Por sistema, pase
lo que pase, aprieto siempre la carita disgustada. Es un acto pueril,
inútil, en un sistema ciego y sordo que se rodea de estúpidas
soluciones de relaciones públicas como esa para no escuchar a una
población cada día más ahogada, en unos aeropuertos que se han
convertido en zocos y en unos tiempos en los que volar se ha vuelto
intolerablemente caro, para beneficio de un par de líneas aéreas
agonizantes, pero es mi pequeña satisfacción.
Cuando pasas por los
controles y compruebas el carísimo aparataje utilizado, y el ingente número de trabajadores de seguridad privada subcontratados, empiezas a comprender a
quién beneficia lo que no es sino un teatro. Porque los aeropuertos
son seguros, no por esas medidas incómodas y vejatorias en las que
puedes ser cacheado “porque sí”, sino porque el terrorismo es
improbable, y así lo dice la evidencia científica.
Porque al final,
todo es un paripé. Una comedia que beneficia a un puñado de selectas
empresas de seguridad privada, a fabricantes de aparataje de rayos
equis, detectores de metales, analizadores químicos y demás
trastos. Y claro, desde que el sistema prohibe meter líquidos en los
aeropuertos, a las carísimas tiendas duty free de los
aeropuertos, que te fuerzan a comprar sus productos quieras o no a
precio de oro, mientras vives en una ilusión de seguridad dentro del
castillo feudal aeroportuario.
Una cosa importante para terminar: sabed que el peor suceso, con
pérdida de vidas humanas (excluyo los accidentes aéreos), ocurrido
en un aeropuerto en Europa fue el año 2004 en el Roissy - Charles de Gaulle,
en la entonces nueva terminal del Aeropuerto parisiense. El edificio se derrumbó, matando
a cinco viajeros. Pero no fue a causa del terrorismo. Fue la empresa
constructora, que usó materiales de baja calidad para ganar más
dinero, y la terminal se convirtió en ruinas a los pocos meses de su
inauguración.
Es a la ambición
humana y a sus estúpidos retoños putativos a los que hemos de
temer, no a algo tan improbable como el terrorismo.
Pero a ver quién le
explica eso a todo un sistema que vive precisamente de eso, del
miedo.
La foto la tomé el pasado 22 de mayo a las 6:35 de la mañana, en la T4.