Las mayores corporaciones de venta de objetos de alimentación se basan en la construcción de un producto básicamente mediocre -siendo generosos- cuya producción sea fácilmente reproducible en franquicias por un personal con una mínima formación. Esas enormes transnacionales gastan la mayor parte de sus presupuestos anuales, no en fabricar el producto, que supone un coste marginal, sino en publicidad, alimentando a una gigantesca maquinaria de marketing global que es capaz de adaptar sus campañas a la idiosincrasia de cada pueblo al que llegan. Ese gasto en publicidad, de dimensiones planetarias, es el que se ve reflejado en el coste del producto, que ofrece un margen gigantesco al padre de la franquicia.
Fabricantes de refrescos o zumos
basados en concentrados, restaurantes de comida rápida,
manufactureros de derivados lácteos y chocolates, practican ese
deporte de fabricación de producto de baja calidad a bajísimo coste
con procesos super-estandarizados. Estos productos, cuyo diseño
básico es siempre el mismo, están obligados a reinventarse
continuamente como objetos de marketing, de modo que el producto de
base cambia mínimamente; no así la forma de venderlo o su
envoltorio.
Estamos acostumbrados a ver cómo
empresas de productos lácteos cambian el nombre periódicamente a
sus productos, añadiendo pequeños detalles a sus características,
y generalmente aduciendo beneficios para la salud de dudosa realidad
científica. Todo es parte del mismo juego: la reinvención continua
del mismo producto, tamizado con distintos nombres y apelativos, de
modo que el comprador que adquiera en una gran superficie el objeto
sea atraído por la novedad. Bífidus, soja, fibra, colesterol bueno,
grasas vegetales, ácidos grasos, y otros términos tan vagos como
sonoros sirven al fabricante, siempre con una intensa labor de
asesoría por parte de caros bufetes de abogados y departamentos “de
investigación” internos, para decir vaguedades sobre su producto
que en ocasiones pueden rozar la información falsa, especialmente en
términos sanitarios, algo que crea serios quebraderos de cabeza a
las autoridades.
De esta manera, el producto se
reinventa constantemente, pero la marca y el objeto permanecen en
principio invariables. Y los cambios a los que se somete el producto
suelen ser los que la cadena de fabricación permite sin excesivo
coste de inversión (por ejemplo el cambio de ciertos ingredientes,
para las versiones “light”, “sin cafeína”, “zero” de
ciertos refrescos y sus combinaciones posibles). A la vez esas mismas fábricas crean los productos "blancos" o sin marca a las grandes cadenas de distribución, vendiendo más barato aún lo que fabrican.
En otras ocasiones el producto no
cambia, pero sí lo hace el icono de la marca. Tal es el caso de un
conocido refresco “sin burbujas” que acortó su nombre hace unos
años para adecuarse a los gustos de los nuevos consumidores jóvenes.
El caso curioso de este producto, un refresco azucarado con sabor a
naranja, que apenas contiene un 8% de naranjas auténticas es
simplemente “que no tiene burbujas”, esto es, que su proceso de
fabricación es hasta más barato para el envasador, al no verse
obligado a inyectar CO2 en el refresco. Este es un ejemplo de cómo cualquier mensaje, por absurdo y carente de sentido que sea,
puede calar en el consumidor. La ausencia de burbujas, aparte de
atraer a ciertos consumidores que no gustan de los refrescos
carbónicos, no añade nada más al producto. Algo similar ocurre con
los fabricantes de derivados lácteos. El productor más conocido de
esta rama de la industria en gran parte del mundo ha lanzado una
línea de natillas en cuya campaña televisiva un luchador mexicano
aparece ante los consumidores para vender un cambio de envase en el
producto, que curiosamente, podría llevar a que contuviera menos
volumen para el consumidor por el mismo precio (lo que supone un
encarecimiento), pero que en cualquier caso es un detalle sin
importancia, que el fabricante ha decidido convertir en centro de
una campaña para que el consumidor “cruja su rutina”, como dice
el slogan del anuncio televisivo de la campaña (en su nueva encarnación el personaje es un hámster creado mediante un traje combinado con CGI).
Este proceso de reinvención inacabable
proviene en parte de la necesidad de diferenciarse del producto
blanco que, con idénticas características, vende a precio menor la
gran superficie (y es generalmente manufacturado por el mismo
fabricante de la marca con renombre), y que lleva a los ciudadanos a
comprar el producto más barato. Entonces, la imagen de marca ha de
resonar por encima del beneficio económico de la marca blanca. Y
aquí todo vale para ello.
Vemos que las ventajas del producto en
cuestión son lo de menos. El ruido, el impacto mediático, es lo
único que cuenta para que los compradores identifiquen en los
anaqueles de los supermercados el producto en cuestión, pero desde
hace años la verdad sobre este tipo de productos de coste mínimo de
fabricación y franquicia y máxima inversión publicitaria global
coincide en una cosa: el marketing no se usa para informar al
consumidor, sino para subyugarle. Para hipnotizarle, generando memes
colectivos, modas y nuevas tendencias. Se miente, a sabiendas de que
se hace y asumiendo por posibles costes en sanciones, si se producen; se oculta información nutricional (en el caso de las
bebidas refrescantes, la correlación entre el consumo de refrescos
azucarados y las muertes por accidente cardiovascular se mantiene
celosamente en secreto), se vende felicidad, ruptura de las rutinas,
novedad, color, juventud y ruido. Y se falsea la realidad cuando es
necesario, con la esperanza puesta en las laxas normativas de
publicidad de cada país (desde yogures que ayudan a ir al baño a
preparados lácteos que “eliminan el colesterol malo”, pasando
por los cosméticos milagrosos que por mor de unas proteínas
inexistentes o inventadas rejuvenecen 20 años o eliminan la
celulitis, y llegando a los detergentes que usan cosas como el
“oxígeno activo”). Así las patadas al rigor científico,
diseñadas para una población crédula (o cuanto menos distraída) por expertos en comunicación,
extienden falsos datos entre las gentes, crean incluso leyendas
urbanas (“el yogur es bueno para el colesterol”, “las grasas
son malas”, “la soja es buena, la leche es mala”, “el pan
engorda”) que hacen a los médicos llevarse las manos en la cabeza
y tiran por tierra campañas enteras de concienciación pública. En
general no benefician a la sociedad en absoluto.
Este tipo de industrias de coste de
producción tendente a cero, y gasto de marketing alto deberían ser
miradas siempre con recelo por la población. En cambio, sus imágenes
de marca entre las gentes son inmejorables.
El epítome de la Cultura de la Mentira
es ese anuncio televisivo de un “regulador de la publicidad” que
aboga por el autocontrol en los anuncios. Los mentirosos están
a cargo de que las mentiras no lo sean tanto. Podemos dormir
tranquilos.
La imagen la encontré en Wikimedia Commons. Un letrero de Coca-Cola en Independence, Oregon. El autor es Gary Halvorson, Oregon State Archives. Copyright The Oregon Historical County Records Guide. Cedida para su uso con atribución.
La imagen la encontré en Wikimedia Commons. Un letrero de Coca-Cola en Independence, Oregon. El autor es Gary Halvorson, Oregon State Archives. Copyright The Oregon Historical County Records Guide. Cedida para su uso con atribución.