Es difícil encontrar un ejemplo
similar en países de nuestro entorno que nos pueda orientar sobre lo
que está pasando en España en los últimos años. Una generación
de políticos, y décadas -siglos- de legislación, modos y formas,
muestran su inoperancia y lo que es peor, revelan un Estado que
parece no saber funcionar sin opacidad, corruptelas o redes
clientelares. Es a lo que se ve un problema transversal, de todo el
sistema político, social y empresarial español. Un sistema al que
no viene bien la transparencia o el Imperio de la Ley, que ha
sobrevivido así durante generaciones y que se resiste a ser
modificado. Lo peor de todo es que afrontar los cambios
imprescindibles para que la situación mejore es un proyecto
titánico, ya que a poco que se profundice en legislación y normas
locales, todo el entramado político y económico de servidumbres
está ahí. Habría que parar el país, replanteárselo de arriba
abajo y empezar prácticamente de cero. España no
puede sobrevivir en su estado actual, con connivencias inconfesables
entre los estamentos público y privado, y con una élite
gubernamental que vive, no ya de espaldas, sino literalmente en
contra de su ciudadanía -los ejemplos del agresivísimo
comportamiento actual del gobierno autonómico de Madrid respecto a
los conflictos en Sanidad, Educación, TeleMadrid, etc. son
palmarios-. Todos los indicadores de calidad democrática están en rojo, la ciudadanía carece de vehículos reales para
interactuar con los próceres que controlan el país desde los
Parlamentos y éstos son controlados de forma opaca por cabilderos al
servicio de oscuros intereses.
Ha llegado el momento de pararse,
mirarnos unos a otros y decidir si este es el país que queremos, un
país legislado con una maraña inextricable de reglamentos locales,
autonómicos y nacionales, soportado con leyes nacionales
decimonónicas parcheadas a lo largo de los años, que mantiene
privilegios y castas intocables, donde la participación ciudadana en
la vida política es una entelequia y que es dirigido por una
oligarquía profundamente ágrafa (esa es otra característica de la
política española que no me canso de subrayar: la tremenda
ignorancia del cargo político medio, su ausencia de mérito previo)
que ni entiende los problemas que genera ni comprende las
consecuencias de las obras legislativas que acomete (en este sentido
el gobierno actual parece empeñado, a golpe de decreto ley en batir
algún ignoto récord de legislación impermeable al debate,
improvisada y ciega a todo lo que no sea el prejuicio ideológico, y
eso es tremendamente peligroso).
La situación empeora de día en día,
en mitad de una tempestad de recortes intensos en zonas que debieran
ser axiomáticamente intocables para cualquier gobernante cuerdo,
mientras se mantienen privilegios de casta intolerables, y se
perpetúan situaciones insostenibles a costa de unos ciudadanos a los
que a la vez se condena al paro o al desahucio, y se le ahoga a
impuestos, directos e indirectos, intereses de demora y un sinfín de
obligaciones que serían difícilmente aceptables incluso en los años
previos a la crisis, a cambio de una progresiva depauperización de
los servicios que los impuestos financian.
Al final el resultado es una acción
legislativa ciega, y zigzagueante, a cargo de personas que parecen no
comprender que si recortas en áreas básicas que conforman el tejido
social, subes impuestos y sanciones sin tino, penalizas
el ahorro y liberalizas el despido, como resultado
tienes a tu país a punto de caer por el abismo en un tiempo récord
(es asombroso ver el BOE y comprobar cómo, sistemáticamente, se
están tomando las peores decisiones en contra de toda evidencia):
sólo cabe explicarse que el Gobierno trabaja para algún grupo
minoritario que quiere mantenerse a toda costa debajo de la máquina
de fabricar monedas con sus sacas abiertas, y se aplica a fondo en
esa tarea. Pero no está trabajando, creo, para los ciudadanos que
les votaron y los que no, ya que para ambos gobiernan. Un gravísimo
error. Esos pocos grupos de presión no levantan un país,
generalmente hacen lo contrario.
Se ha de hacer algo, y ya. No caben
medias tintas. O se replantea el país, o el país se aniquila, y los
generadores del desastre, que para nuestra desgracia es una casta
enquistada en el poder por generaciones, parecen no querer comprender
la realidad que les rodea y su complicidad en la situación. A esto
no ayuda una prensa que trabaja para intereses espúreos que ha
dejado a un lado su labor social de investigar y revelar la verdad y
como resultado quienes deciden sobre el futuro del país viven
sumergidos en autoengaños ideológicos. Y eso es terriblemente
peligroso. Porque la realidad no se contiene mirando hacia otro lado,
y así no se puede plantear el futuro en un momento crítico para el
país. Insisto: se están tomando las peores decisiones en el peor
momento posible.
Entre esas decisiones desastrosas se
están destacando algunas especialmente destructivas, que dañan la
imagen del país en el mundo y desmoralizan a la ciudadanía, como
lamentables casos de corrupción de largo alcance (es asombrosa la
extensión que está demostrando la corrupción en España) a los que
se responde mirando al techo o asombrosos indultos, que transmiten un
lamentable hedor de extendida impunidad entre la gente honrada, uno
de los ácidos más corrosivos para la cohesión social que se
conocen, capaz de desintegrar sociedades y civilizaciones. Cientos de
miles de familias desahuciadas, de parados, de autónomos que cierran
sus negocios desesperados e impotentes, miran hacia el Estado y sus
Instituciones en busca de una respuesta, recibiendo indiferencia, o
en el peor de los casos, bofetadas. Y todo ello en connivencia con
grandes empresas, grupos mediáticos y cabilderos, todos tercamente
insistiendo en negar la realidad, la peor de las formas posibles de
afrontar una crisis.
Cuando algo o alguien les ponga de
patitas en la calle (y ojalá sólo sea eso, y ojalá sea por las
urnas, y ojalá esto no estalle antes de forma lamentable, pues los
ciudadanos están entre la espada y la pared) se preguntarán por qué
pasa lo que está pasando y se rasgarán las vestiduras,
escandalizados, inventando enemigos, que no son sino ellos mismos al
otro lado del espejo, una casta política que no comprende que ellos
son el problema. Será un rasgo más, éste terminal, de la situacón
imperante. Ojalá salgamos de esta. Pero hay que cambiar demasiadas
cosas y cada vez queda menos tiempo.
Está claro que el sistema está
implosionando. Cualquier observador con una mínima inteligencia
puede ver los síntomas de un enorme edificio que se contruyó sobre
cimientos débiles y que se lleva apuntalando demasiado tiempo. Está
a punto de derrumbarse. Esperemos que el ocaso de esta forma de hacer
política no cause más daños.
La ciudadanía no puede pedir menos,
han sido educados durante generaciones en una forma de ver el mundo
heredada del catolicismo nacionalista del franquismo, que a su vez
perpetuó el modelo de los monarcas absolutistas y éstos de los
señores feudales. Mientras en Francia cruentamente el Padre,
simbolizado en Luis XVI, era asesinado por un pueblo que acababa así
con su edipo personal y tomaba las riendas de su existencia,
ocurriendo de forma similar en otras naciones del norte europeo,
Reino Unido y sus Colonias, España se mantenía perpetuando unas
formas que ya estaban caducas en el Siglo XVIII, pero que explican
muchas cosas de nuestros días, entre ellas la existencia de un
pueblo enfrentado artificialmente a un enemigo imaginario, que es “el
otro” (sea este el rival político, el enemigo de otra autonomía,
o el rival futbolístico) incapaz de unir fuerzas, que sólo se mide
en contra de alguien (un recurso utilísimo este del “divide y
vencerás” que además asegura una alternancia en el poder que
mantiene el status quo sin más preguntas), sobre el que gravitan
unas castas autoritarias dominadas por el culto al dinero por encima
de todo, en las que el meritoriaje no existe, sino la cuna y la
recomendación decimonónica, hundidas en generaciones de deudas
clientelares en una suerte de cosa nostra de baja intensidad,
grandes conglomerados de empresas aparentemente modernas gracias a
los manos del marketing pero en realidad gestionadas con modos
caducos y dictatoriales, generalmente nacionalizadas tras haber sido
construidas con cargo a los impuestos ciudadanos y vendidas al mejor
postor cuando se terció, y en resumen, generaciones de minorías
dirigentes que sólo saben vivir desde el absolutismo, manteniendo su
cordura con un uso de la religión oficiosa (pero oficial) del Estado
en forma de ritual con mantillas y peinetas que ya carece de todo
significado excepto para los estratos más humildes. El modelo
español estaba finiquitado en 1929, y ahora agoniza tras más o
menos un siglo de mantenimiento artificial, entubado por padres
autoritarios de la patria que se mantuvieron al mando a sangre y
fuego y sus herederos morales y reales. Probablemente si Juan March
hubiera elegido bando de forma diferente (no hubiera sido extraño,
hubiera sido una decisión tan racional como la que sufrimos) ahora
viviríamos en un país diferente, pero este es el que tenemos. Y o
ayudamos a reconstruirlo, porque esto es una reconstrucción, o no
vamos a ninguna parte.