En la encendidísima polémica sobre las descargas de contenidos, vengo observando unos tonos -especialmente en los foros de internet- muy encendidos y lejanos al diálogo calmado, que parecen haberse reactivado cuando las primeras páginas que comercian con productos audiovisuales sin consentimiento de sus propietarios han recibido las primeras comunicaciones oficiales por mor de la aplicación de la ley llamada “Sinde-Wert”.
Hace unos días el guitarrista David Lowery publicaba un artículo en el blog The Trichordist. Lowery planteaba una carta abierta a Emily White, una joven que presumía en otro blog de haber comprado a lo largo de su vida sólo 15 Cds legalmente y tener en su iPod 11.000 canciones pirateadas. Lowery plantea a Emily las consecuencias que su acto, y la suma de miles de actos similares, tienen en el mundo real y en personas reales: los músicos. De cómo una persona como ella, que posiblemente se negaría a comprar calzado deportivo elaborado con mano de obra esclava o estaría dispuesta a adquirir alimentos en tiendas de comercio justo, no se preocupe de lo que le pase a los músicos y artistas que han compuesto e interpretado las canciones de las que disfruta y por las que no quiere pagar.
El panorama que Lowery presenta es devastador. Las ventas de música en el mundo en este momento son más bajas que en 1973, y el número de músicos profesionales ha descendido un 25% desde el año 2000. Pero el tono se torna realmente dramático cuando concreta su relato en el drama de dos amigos suyos, Mark Linkous y Vic Chesnutt, músicos también, ambos fallecidos, plantea Lowery, a causa del empobrecimiento radical que sufrieron por la pérdida de los royalties que recibían justo cuando sus canciones eran más oídas que nunca... en copia pirata, de la que no veían ni un centavo. Linkous se quitó la vida ante la amenaza de ser desahuciado y por una depresión que no había podido tratarse por no poder pagar el tratamiento (en Estados Unidos, donde Linkous vivía, recordemos que no existe la sanidad pública gratuita). Finalmente, el guitarrista desmota los argumentos de los pro-descargas, tales como la falacia de que el músico no recibe lo justo por parte de la discográfica, de que se puede vivir de los conciertos (en un 99% de los casos los conciertos son ruinosos). Curiosamente, los músicos en un 99,9% son gente de clase media-baja. Las estrellas cuyos supersueldos sirven de excusa al ciudadano que se baja contenidos son el 0,1% de ese colectivo.
El músico añade crudamente quién es el beneficiario de todo este ruido y confusión generalizados. Los fabricantes de hardware, las compañías que dan acceso a internet, los grandes buscadores globales, todos ellos parasitan a la industria de los contenidos. El ciudadano que piratea ha de costearse una conexión mensual de banda ancha, un ordenador, probablemente un smartphone o un tablet, con un coste considerable, que beneficia exclusivamente a proveedores que nada tienen que ver con los contenidos que luego son objeto de tráfico (¿Qué sería de Youtube sin los millones de horas que ofrecen sin el consentimiento de sus propietarios?), y que colaboran a engañar al ciudadano como si existiera un “derecho” a bajarse material ajeno por el mero hecho de pagar una conexión.
Esta banalización de la propiedad intelectual beneficia a ese trío: hardware, comunicaciones, buscadores. Y curiosamente las acciones de lobby contra la propiedad intelectual provienen de ese sector, así como de ciertas asociaciones que pretenden representar a los usuarios. No deja de ser sorprendente que una conquista del Estado del Bienestar como la Propiedad Intelectual sea objeto de críticas salvajes, que ignoran que para lograr su utopía ansiada tendríamos que anular el Artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, o la Constitución Norteamericana, por poner dos ejemplos.
A esto se añaden las miserias de los supuestos “griales” del nuevo consumo legal de contenidos. Por poner un ejemplo, Spotify paga tan poco dinero a los creadores de la música que venden, que ha llevado a muchos artistas a renunciar a ofrecer su obra en esa plataforma. Un músico que haya vendido cincuenta mil copias de una canción en Spotify puede encontrarse con cincuenta céntimos de Euro a cambio en su cuenta bancaria gracias a los leoninos contratos de aquella web, mientras que el presidente de Spotify es en estos momentos la décima fortuna de la industria musical.
Lowery nos muestra a una ciudadanía a la que la tecnología insta a realizar acciones que en otras circunstancias ni se plantearían, y luego han de buscar argumentos morales para justificarlas. Las falacias las conocemos todos: que si el libre acceso a la cultura, que si la libertad de expresión... Y no es este el lugar para refutarlas, pues una falacia se refuta sola. Sin embargo lo profundamente inquietante de todo ello es cómo se pueden retorcer los argumentos hasta lo indecible para no tener que enfrentarse uno mismo a sus propias contradicciones. Reivindicar que Apple pida condiciones de trabajo decentes en sus subcontratas en China y a la vez quedarte con el trabajo de una persona, su obra musical o audiovisual, sin su consentimiento, no son compatibles.
La actividad de descargarse contenidos, que todos hemos probado, y de acumularlos, tiene algo de comportamiento compulsivo. Lo que en principio parece un gesto iconoclasta que rompe las reglas y nos acelera el pulso, se convierte en pocos días en una conducta de raíces similares a las adicciones. Y como en estas, el adicto lucha en contra de todos los argumentos racionales para escapar de la contradicción que sufre: saber que lo que hace no es bueno, pero no poder (querer) parar de hacerlo. Sería muy interesante que la psicología elaborara un modelo sobre estas conductas, pues lo que aquí planteo es sólo una intuición.
Como ex fumador entiendo bien esas contradicciones. Cuando tu yo adicto te grita desde algún rincón de tu conciencia que esa persona que está tosiendo a tu lado porque le daña el humo de tu cigarrillo es un talibán y un egoísta, estás pensando como un adicto. El fumador se enfrenta a sus propias contradicciones mediante la falacia, el pensamiento mágico y el autoengaño. El único objetivo es fumarse el siguiente cigarrillo. Lo que te pase a causa de ello ya lo pensarás. Y creo que el drama de las descargas encierra un origen similar. Sólo que amenaza con destruir industrias enteras, está llevando a la ruina y al paro a miles de familias, y la ciudadanía parece vivir en una burbuja de autoengaño, en la que sus actos no tienen consecuencias sobre sus semejantes. En realidad todo este problema tiene algo profundamente inquietante y perturbador: los límites del pensamiento libre cuando ciertas conductas, que podríamos llamar “adictivas” entran en liza. Y quién se beneficia de todo ello, oculto, entre las sombras, moviendo los hilos y creando presión.