Article. May 2009.
En su reciente artículo de opinión “Despoliticemos el Cine”, Jaime
Rosales se mostraba contrario a la expresión política de las personas
vinculadas a la industria del cine, más allá del ejercicio del voto. .
Quisiera responderle como ciudadano disconforme con su tesis.
Cualquier acción que una persona o grupo de ellas emprenda en una
sociedad estará dotada de carga política. Es algo inevitable, ya que
la política es, según la acepción 9 del Diccionario de la RAE, la
“Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con
su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo”. Todo lo que
emprendamos estará bañado en política, o no será.
Partiendo de esto, si algo necesita la sociedad española es
precisamente tener una estructura de grupos cívicos fuerte e
integradora, de gentes que, más allá del acto del voto, construya y
desarrolle nuestra democracia cada día, aparte de la casta del
político profesional. Desgraciadamente, España ha carecido, por
razones que no se escapan a nadie, de “sociedad civil” y movimientos
sociales que estructuren la polis, la comunidad, hasta tiempos
recientes. Somos un país que aún no ha aprendido del todo a organizar
sus propios movimientos cívicos y en el que el ciudadano tiene un
innegable temor a “posicionarse” ante terceros, a “expresar” sus
modelos de convivencia y sus propuestas. En España no existen apenas
grupos ciudadanos, cosa que sí ocurre en otras democracias con más
solera, caso de la británica, la norteamericana o la francesa, en las
que los colectivos sociales colaboran en el buen gobierno y la
elaboración de las leyes.
No creo que, como colectivo social, la gente del cine deba callarse
sus opiniones políticas (entendiendo como “política” cualquier
opinión) “para no ofender a un cierto bando contrario”. Aquí se parte
de lo que espero sea pronto una falacia, que es la existencia de las
viejas Dos Españas irreconciliables. Creo que nuestra generación y las
que vienen debemos empezar a luchar porque esos dos bandos, siempre
tan peligrosos, desaparezcan de nuestra sociedad de una vez por todas.
Una sociedad madura puede y debe permitir expresar sus convicciones
con libertad a cualquier ciudadano. Sean estos actores, autónomos o
ingenieros, agricultores o editores, investigadores o amas de casa,
poetas, cantantes, informáticos, mecánicos, aristóctatas u obreros,
todo miembro de la sociedad tiene derecho a opinar y colaborar en el
gobierno del que forma parte. Las democracias se mantienen vivas todos
los días. Jugar al juego de la representación popular cada cuatro años
sin extender a la vida cotidiana el ejercicio de los deberes cívicos y
derechos ciudadanos transforma la condición de ciudadanía en un objeto
inane.
Una de las rémoras más castrantes que arrastra nuestra sociedad es el
miedo a expresarse, el temor a dar la opinión, so pena de ofender a un
hipotético contrario en desacuerdo con nuestras tesis.
Paradójicamente, este país nuestro se expresa a gritos, pero cuando
hay que posicionarse en cosas realmente importantes, calla. Esa
ausencia de debate real e integrado en todos lados de nuestra sociedad
se extiende desde los colegios (en otras democracias los alumnos
participan en debates sosteniendo tesis y antítesis en sus argumentos,
defendiendo aquello en lo que creen y luego aquello que repudian, para
aprender a ponerse en el lugar del otro; aquí nadie enseña a los críos
a construir un debate y desarrollar sus propias tesis), pasando por
los medios de comunicación (en Estados Unidos o Reino Unido, en los
canales televisivos públicos y privados es tradición el debate
político matinal, considerado como un servicio público; aquí un
“debate” televisado es cualquier cosa menos eso, salvo honrosas
excepciones) hasta la vida política en general (raramente el trabajo
legislativo trasciende a la sociedad, las iniciativas populares son
ignoradas sistemáticamente, y la condición de “inexpugnables” de los
parlamentos, especialmente los autonómicos, frustran a muchos
ciudadanos con iniciativa).
No es fácil intentar algo así, ya que parece existir una terca
insistencia de contribuir a un enconamiento entre los ciudadanos de
consecuencias imprevisibles. Uno de los primeros pasos a dar es
librarnos del yugo del “o conmigo o contra mí” tan nuestro, y que nos
ha traído tanto sufrimiento a lo largo de nuestra historia.
Ponerse en el lugar del otro, respetar la opinión opuesta, buscar
puntos de acuerdo, negociar y consensuar, son las bases que crean
cualquier discurso democrático maduro. Por eso precisamente creo que
todos tenemos la obligación de dialogar más, de tender más manos, de
abrir más puertas. Seamos cineastas o no. Dejar la democracia reducida
a un ritual cada cuatro años no es la mejor manera de defenderla, es
vaciarla de contenido.