En este artículo, David Torres habla de nuestra antigua
tradición de maltrato a los animales, y usa el asunto para describir la sociedad española, que se mueve en un lodazal de atrocidades
que no es sino reflejo de nuestra poca civilidad.
Sintonizando plenamente con el ideario
y el mensaje de Torres, añado algo más. El que describe creo que es un esquema
propio de sociedades autoritarias y de modelos feudales, único en
nuestro entorno (Europa, Occidente), que se ha perpetuado hasta nuestros días. El siervo
necesita válvulas de escape para la frustración y la violencia que
acumula al no poder tener vías de salida de una existencia en
perpetuo estado de frustración (se es vasallo hasta la muerte), y el
sistema ha de facilitar esas válvulas de salida, que la represión
(religiosa y militar) sólo puede contener parcialmente.
Esa violencia cotidiana necesita ser conducida, sea vía simulaciones de la guerra (como los deportes convertidos en espectáculos de masa) en las grandes urbes, o bien vía transmisión de la violencia a las castas inferiores (o a los iguales).
Y el siervo sólo tiene una casta inferior posible: los animales. El sistema sabía secularmente que debía de dejar esa vía de escape libre, lo que también implicaba una legislación que, si no es laxa, debe de saltarse sistemáticamente, algo que pasa mucho en España, un país repleto de normas que dictan la conducta hasta en la más nimia de las acciones, pero que “premia al siervo” no aplicándolas.
Esa conjunción perversa explica que en el Siglo XXI se mantengan esas actitudes medievales con respecto a los animales. Es algo ilegal, pero no se favorece que la ley se cumpla, o bien no se legisla al respecto. El caso es que la situación se mantenga. Seguro que esta forma de hacer las cosas les suena, porque impregna a toda la sociedad.
Esa violencia cotidiana necesita ser conducida, sea vía simulaciones de la guerra (como los deportes convertidos en espectáculos de masa) en las grandes urbes, o bien vía transmisión de la violencia a las castas inferiores (o a los iguales).
Y el siervo sólo tiene una casta inferior posible: los animales. El sistema sabía secularmente que debía de dejar esa vía de escape libre, lo que también implicaba una legislación que, si no es laxa, debe de saltarse sistemáticamente, algo que pasa mucho en España, un país repleto de normas que dictan la conducta hasta en la más nimia de las acciones, pero que “premia al siervo” no aplicándolas.
Esa conjunción perversa explica que en el Siglo XXI se mantengan esas actitudes medievales con respecto a los animales. Es algo ilegal, pero no se favorece que la ley se cumpla, o bien no se legisla al respecto. El caso es que la situación se mantenga. Seguro que esta forma de hacer las cosas les suena, porque impregna a toda la sociedad.
Estas situaciones forman parte de una
estructura social no escrita, pero profundamente tatuada en la
identidad del español: ser un siervo que vuelca su frustración en
iguales e inferiores, sometido a la voluntad del cacique, heredero
del Señor Feudal, que administra a sus siervos de forma sistemática
vía redes clientelares.
¿Cómo acabar con esto? No es
sencillo. Esta es una forma de pensar fundamental que se espera del pobrecito ciudadano español (y que los poderes fácticos se han ocupado bien de unir a la españolidad), que para algo la mama
desde la cuna. El cambio pasa por modificaciones legislativas y de relación entre
instituciones y ciudadanía, pasa por la reescritura de un nuevo
pacto social que nos convierta, de puertas adentro, en el país
occidental que queremos ser pero no somos. Implica dolor (sacar a las élites que han dirigido el país como un cortijo de sus poltronas duele) y un vía
crucis que tarde o temprano habremos de comenzar a transitar. Y
cuanto más tarde lo empecemos, peor será.
La ilustración, "El Torero", de "Los Españoles pintados por sí mismos", 1851 (o anterior). Está en dominio público en Wikimedia Commons, y no consta el autor.