sábado, 25 de enero de 2014

El capitalismo suicida



De las cosas que más me asombran del mundo en el que vivimos en estos días es ver cómo, en tiempos críticos, las grandes empresas que prestan servicios básicos se lanzan al barranco para estrellarse y perecer con una energía digna del fanáticos. Me explicaré, que esto puede sonar un poco raro. Es algo que llamo “Capitalismo Suicida”. El gigante devorándose a sí mismo.

El esquema del capitalismo especulativo global que domina el mundo actualmente, y claro, este país nuestro, es el de las grandes empresas que fagocitan empresas más pequeñas a su antojo, y viven bajo una máxima innegable, un axioma de trabajo: El aumento a toda costa del beneficio anual. Una ideología que impregna gobiernos, políticas continentales y planes oficiales a largo plazo como si fuera la Verdad revelada.

Ese aumento a toda costa es un imposible por definición, pues nada puede crecer indefinidamente y más aún hacerlo aislándose de las mareas económicas que recorren el mundo periódicamente. Cuando las empresas se encuentran con que no pueden afrontar esa obligación, ese dogma anual para sus accionistas (que suelen ser fondos de inversión) del crecimiento continuo e imparable, empiezan a consumirse a sí mismas, a autodestruirse, para mantener ese crecimiento, ahora falso, en sus balances. 

Ya sea vía ERES, que llevan a tener menos empleados y peor pagados, o vía venta de empresas que habían fagocitado en el pasado, o mediante la venta de inmbuebles, propiedad intelectual, etc. (y aunque se tengan beneficios, miren lo que está haciendo CocaCola estos días en España), la gran empresa se va vaciando de contenido, y empieza a dedicar parte de su energía y su capital a mejorar ese proceso autodestructivo. Se genera I+D para la propia inmolación, se eliminan departamentos enteros cuya actividad luego se subcontrata por costes miserables a empresas satélites incapaces de toda autonomía, o se automatizan ciertos procesos, eliminando trabajadores (el ejemplo de las compañías de telecomunicaciones y sus SAT en terceros países o servidos por sistemas automatizados de reconocimiento de voz lo hemos sufrido todos). La consecuencia, elemental para cualquiera con dos dedos de frente, es que el servicio que la empresa ofrece, y que es lo que hace que gane dinero, se resiente: acaba empeorando, ergo los clientes están crónicamente descontentos y se van con la competencia, la cual, curiosamente, al imperar el dogma autodestructivo en todo el tejido económico, está en un proceso análogo, por lo que al final el desgraciado cliente es consciente de una dura realidad: no tiene a dónde escapar. Todas son iguales. Es más, tratándose de oligopolios es normal que organicen cárteles y negocien precios en secreto, algo teóricamente ilegal. Teóricamente, porque ratamente se penaliza.

Porque en este esquema de la no-vida empresarial los Estados han elegido aceptar el dogma imperante, que implica una mínima intromisión en las actividades de esas grandes empresas, y por tanto todas estas acciones que acaban siendo lesivas para los clientes de esas empresas, quedan impunes pues nadie las sanciona. Los Estados se quitan de en medio, haciendo dejación de sus obligaciones  Esas empresas, además, suelen ser oligopolios que antes pertenecían al Estado (es decir, a la ciudadanía) y fueron privatizados en el pasado por los mismos señores que ahora las dirigen, en ese juego de puertas giratorias que lleva a los responsables públicos a trabajar en la directiva de esas empresas neoprivadas como retiro dorado.

Es un sistema perverso que no ayuda a nadie y a todos perjudica a la larga. Los servicios que resultan, son peores y más caros. La protección del consumidor es menor, y las empresas entran en una dinámica de destrucción de su propio tejido productivo, olvidando que son sus empleados quienes las hacen cada día mejores, y que vaciarse de ellos las convierte en carcasas huecas que acaban derrumbándose sobre sí mismas arrastradas por su propio peso.

Las señales de alarma llegan de todos lados, y las empresas sumidas en ese proceso acaban sucumbiendo y forzando al Estado a acudir en su rescate. Y finalmente la ciudadanía a la que servían cuando eran bienes públicos, tiene que salvarlas porque en casi todos los casos esos oligopolios prestan servicios básicos y sensibles, como electricidad, telecomunicaciones, abasto, limpieza, etcétera.

Lo extraño es que una ideología tan perversa y tan estúpida aún goce de tan buena salud. Los directivos de esas empresas son generalmente títeres extraídos de la clase política como pago de favores, gente que no está preparada (ni mucho menos) para los puestos que ocupan, pero que han aceptado a cambio de una vida cómoda el residir en ese estado de cosas y mientras sea posible enriquecerse de él. Y los puestos intermedios que toman las decisiones suelen ser MBA criados en esa secta para la cual los dogmas de aplicación son indiscutibles. Es una nube de gente que cumple el principio del techo de cristal, cegados por la ideología y/o por la ambición, que finalmente resulta incompetente. El problema es la destrucción generalizada que causan, y el dolor que costará recuperar todo lo que han hecho perder a las sociedades de las que maman como sanguijuelas.

Y es que las empresas suicidas, dirigidas por fanáticos y sinvergüenzas, convertidas en gigantescos parásitos, son uno de los principales problemas que nuestros países deberán de afrontar tarde o temprano. 

Si ese concepto de la libertad empresarial merece realmente la pena, es algo que debemos de plantearnos urgentemente.


La ilustración es de Fred Barnard, para la edición de "Un cuento de Navidad" de Charles Dickens (1887).  "This pleasantry was received with a general laugh" (p. 28). Muestra a uno de los socios de Scrooge, un tipo especialmente gordo. La fuente original está aquí. Escaneado por by Philip V. Allingham. Está en dominio público, en Wikimedia Commons.

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