¿15 años?
por Elio Quiroga
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Hoy estuve hablando de la situación actual del país con José Miguel Santos, amigo de muchos años y profesor en la Facultad de Informática donde cursé mis estudios universitarios hace algunos años ya. Convenimos en la caótica situación en que vivimos, con un gobierno ensimismado en cumplir extrañas órdenes de un tercero sin comprender las consecuencias que traen a las gentes. Nos confesamos sorprendidos de cómo el techo de cristal del límite de competencia funciona tan sistemáticamente bien entre nuestros próceres que una y otra vez se ve inexorablemente confirmado en un panorama desértico.
Legislaciones anquilosadas, instituciones paralíticas, una corrupción rampante que sorprende a propios y extraños -como si no hubiera estado siempre ahí-, las costuras de un traje demasiado remendado han sido repentinamente descubiertas. Todo el sistema se tambalea, porque por primera vez los españoles se han detenido en su loca carrera hacia ninguna parte y se han puesto a mirarse un rato. Y el retrato es desolador. Un paro galopante, despidos masivos, privatizaciones sin tino, represión de la protesta, silencio administrativo para el disconforme y un gobierno mayestático que otea el horizonte como si nada de esto fuera con ellos, respondiendo con consignas políticas o falaces frases hechas, “el déficit es lo primero”, “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, y aplicando un viejo refrán acuñado en los tiempos de la dictatura (atribuida en una versión mucho más soez a José Antonio Girón de Velasco): “al amigo todo, al enemigo ni agua, y al indiferente, la legislación vigente”, en el que se resume brutalmente la España que ha comenzado el nuevo milenio con una ilusión falsa de modernidad y riqueza que no era sino un castillo de naipes subdesarrollado que ocultaba el eterno retraso “de 20 años” que nos separa de los países de nuestro entorno, una cifra arbitraria, tal vez injusta, pero reveladora de lo que somos, por mucho que lo maquillemos. Como botón de muestra estos días asistimos con incredulidad a cómo los elegidos por la voluntad popular, y bajo palio de grupos residuales (en miembros, no en fuerza) religiosos extremistas y alucinados, están legislando con una fruición tal que se diría que estuviéramos en el equivalente católico a una república islámica, practicando una política de tierra quemada inexorable sobre décadas de conquistas sociales.
Como en otro tiempo, una oligarquía colocada por el dedo invisible de la ilustre cuna y sin otro mérito que ese, hace y deshace sin comprender exactamente lo que hace (el prejuicio religioso es una venda de primer orden), viviendo en torres de marfil de cristales tintados, chóferes silenciosos, aduladores de Sala de Autoridades y chalets con servicio de seguridad. Una versión cañí de la aristocracia absolutista, perdidos en una maraña de corruptelas de todo tipo y escudados en el pensamiento mágico, porque la falacia es la única manera de ahuyentar el pensamiento cuando se vive de esa manera, de espaldas a una realidad que golpea cada vez más fuerte, proclamando el fin de una era. Serán los últimos en enterarse, como siempre pasa.
Sin embargo, algo parece que está cambiando en esta situación que parece irresoluble, en este pasmo de legisladores congelados en el tiempo y leyes de aplicación arbitraria. Como indicaba José Miguel en nuestra conversación, si a partir del nacimiento del movimiento del 15-M empezáramos a contar en una especie de calendario paralelo con el llamado (y hoy reivindicado) “Contubernio de Berlín”, estaríamos en un camino simétrico de extinción de dos modelos caducos de entender la política, separados por cuatro décadas. Entre 1962 y 1977 el franquismo agonizó, y en un número similar de años, el sistema actual, que bien podríamos llamar “el postfranquismo” (fruto podrido de la transición, seguramente inevitable, pero inevitablemente pútrido), debiera de caer en un lapso de tiempo similar, de no producirse una revolución, cosa que tampoco sería descartable, pero que no parece probable.
Acostumbrados a asesinarnos unos a otros cada quinquenio con terco empeño, los españoles jamás habíamos atravesado una fase tan intensa de paz interior, por lo que ya nos toca. Esperemos que la nueva transición en ciernes sea pacífica e incruenta. Nos jugamos mucho. Entre otras cosas, ser una democracia occidental civilizada con una sociedad civil desarrollada, lo que no es poco, y a lo que aún no sabemos jugar.
Puede que la Constitución de 1978 sobreviva (si bien reajustada), y puede que no. Pero los tiempos de cambio se respiran. Occidente y la civilización son imparables, gracias a internet, y a la excelente formación de varias generaciones de españoles, partiendo de los años de la EGB y el Bachillerato. Esos españoles que ahora están entre los 20 y los 50 serán testigos y artífices del cambio. Pero en medio vendrán tiempos oscuros, en los que las fuerzas inmovilistas pelearán duro por no perder sus parabienes y sus nichos de poder que, por inacción de dos generaciones de políticos, han llegado a ser insostenibles.
Los próximos 15 años serán el equivalente a la Transición española de hace 30. Esperemos que no se cometan los mismos errores. Nos jugamos mucho.