Me he pasado varios
meses leyendo, entre libros, y entre Metros, un interesante ensayo del
Premio Nobel Christian de Duve, “Singularities”
(“Singularidades”). A modo de resumen para nosotros, lectores no
inbuidos en las publicaciones científicas y los papers, de
Duve nos ofrece una guía del “estado del arte” en los conocimientos sobre el origen de la vida (al menos hasta la fecha de
la edición de Cambridge University Press, que es la que tengo, y que
se publicó en 2005), y los condicionantes que la han guiado en su
historia evolutiva.
Llevando al lector a
través de los “mecanismos de la singularidad”,
que así nos define de Duve el proceso que ha llevado mediante cambios
bioquímicos a la vida desde su nacimiento y a lo largo de los eones hasta la actualidad, desde los
ladrillos fundamentales de las estructuras vivientes a las
complejidades que forman, por ejemplo, nuestros cuerpos, el autor,
uno de los más autorizados en el campo de las ciencias de la vida,
gira alrededor de la necesidad y la posibilidad como factores que
moldean los “cuellos de botella” que llevan adelante la evolución
biológica y la moldean, como las manos de un alfarero crean piezas
de barro partiendo de una masa sin forma.
Estructura los
capítulos por temas: la quilaridad (el misterioso hecho de que las
moléculas con estructura tridimensional que nos forman sean
“zurdas”), el metabolismo (cómo y por qué nuestros cuerpos y nuestras células tienen un determinado manejo de la energía y de los procesos que las mantienen con vida), las membranas (la base de la estructura de una célula, lo que la separa y protege del mundo exterior, y probablemente lo primero que se formó en el origen de la vida), los eucariotas (las
células con núcleo), el oxígeno (un elemento químico que es tóxico y muy agresivo en sus reacciones, pero que necesitamos para sobrevivir), el mítico y misterioso LUCA (el antecesor común que las investigaciones genéticas han demostrado que todos
los seres vivientes sobre la Tierra tenemos, perdido en la oscuridad
del pasado más remoto), y otros asuntos más técnicos, como el
metabolismo del ATP (una de las sustancias más importantes para la vida), las proteínas (que forman la estructura de las células), el RNA, el DNA (los mensajeros genéticos), los misteriosos (y asombrosos) motores de transferencia de fuerza “protonmotiva” (no sé si lo
traduzco bien) que dotan a nuestras células de impresionantes medios
de conversión energética e incluso de capacidad de movimiento, a modo de pequeñas nanomáquinas cuya forma de actuar da que pensar.
Finalmente, comparte de Duve con nosotros una conclusión a la que su carrera
de décadas en las fronteras de la ciencia biológica le ha llevado:
la vida es posible porque es posible. Suena tautológico, a una obviedad, pero
encierra una verdad ontológica básica del Universo en el que
vivimos. La vida, y más aún, nuestra vida inteligente, son fruto de
un azaroso proceso de improbable repetición, dominado por el azar,
pero sobre todo guiado por unas leyes físicas que permiten entre
otra infinidad de estados posibles, esta: la existencia de seres
vivos autoconscientes. Somos porque nuestro Universo, dentro de su
“juego de reglas”, en su “caja de herramientas”, permite que
existamos. Porque somos posibles dentro de este conjunto de normas que
llamamos Cosmos. El Cosmos es nuestro alfarero al final. Somos porque este universo en el que estamos se rige por unas reglas que lo permiten.
En su obra, a propósito
del debate entre azar y necesidad como camino hacia la vida, cita de
Duve a uno de mis escritores de cabecera durante años, y uno de los
miembros de mi personal panteón de “santos laicos”, junto a Carl
Sagan. Es Stephen Jay Gould, un maravilloso divulgador que me hizo
fascinarme por los misteriosos sucesos de las pasadas eras geológicas
y evolutivas (como la mágica “explosión cámbrica”), así como
por las atroces extinciones que, en número tremenda e inquietantemente alto, ha
sufrido este planeta en su biosfera a lo largo de la misteriosa historia de la vida. Una de ellas fue tan brutal que ha sido bautizada como "La gran muerte" (el tránsito entre los períodos Pérmico y Triásico). Fue hace 252 millones de años, y en un momento "algo" mató al 96% de las especies que vivían sobre la Tierra, para que os hagáis una idea.
Volviendo al asunto, Gould (junto a otros, como Monod o Jacob) había abogado por un modelo del proceso
evolutivo por el cual, si “hiciéramos retroceder” la cinta de la
evolución y le diéramos de nuevo a “play”, obtendríamos
resultados diferentes. De Duve, en mi opinión acertadamente,
contradice este argumento de Gould, ya que este parece confundir
improbabilidad con azar, de modo que ambos conceptos se funden en uno
solo. La realidad es que el azar está moldeado por esos “cuellos
de botella” de reglas universales y normas que constituyen la
materia, que rigen nuestro universo, y que generan (con otros condicionantes, como el entorno) una serie de “factores limitadores” que harían que al volver a
poner la cinta a funcionar, las cosas fueran muy parecidas; esto es, no
enteramente diferentes.
De esta manera, si
viajáramos a otro mundo distante en el que hubiera evolucionado la
vida de forma totalmente independiente a la de la Tierra sabríamos
que ciertas reglas se cumplirían también allí: podríamos predecir
la existencia de cordados (criaturas con espina dorsal central), y
por tanto la simetría axial (pues es un diseño eficiente estructuralmente), o la forma de huso para los seres marinos
(al ser por su parte la más eficiente para desplazarse por un fluido), los huesos
huecos para las aves si las hubiera también habrían surgido... tendríamos, en fin, ciertas razones
para suponer que la naturaleza de ese otro planeta remoto habría
llegado a soluciones similares a las encontradas por la evolución en el nuestro,
precisamente porque las reglas que dirigen los procesos evolutivos
(físicas, químicas, ambientales, estructurales) son las mismas. Aquí lo llamamos "evolución convergente".
Así
que al razonamiento de los seguidores de Gould, de que probablemente
si otro espermatozoide distinto hubiera fecundado el óvulo de la madre de
Mozart, no habría habido otro Mozart, no es tan indiscutible. En un
espacio probabilístico tan enorme como el de las mutaciones
genéticas de trillones de células en billones de cuerpos durante
eones, los escenarios posibles, guiados por las limitaciones creadas por las propias estructuras y sus necesidades, se pueden
recorrer en árboles evolutivos de forma asombrosamente eficiente, más aún porque
seguramente existirán mecanismos de necesidad y de retroalimentación
que aún desconocemos y que contribuirán más aún a acotar los
posibles resultados.
En resumen, la vida crea su propia variabilidad,
pero también genera los límites a los que esa variabilidad debe de
limitarse. Lo que podría parecer un inabarcable “campo de
mutabilidad” (y desde la teoría numérica lo es),
se ve guiado, constreñido, domado, dirigido, por fuerzas invisibles,
que nacen en el lecho de las reglas de nuestro universo y de los condicionantes ambientales.
Así, finalmente, de
Duve otorga al entorno un poderoso valor de limitación y de “flecha
deteminística” hacia ciertos cambios genéticos. Por ejemplo, de
no existir los antibióticos, no habrían nacido cepas de bacterias
resistentes, o de no verse obligados a vivir en el perpetuo blanco
nevado, los osos polares no habrían desarrollado un tono de pelaje
que les permitiera ocultarse en el hielo.
Pd.: Antes de publicar este texto, que tengo guardado en el horno desde hace unos meses, lo he repasado, y me he parado a pensar al final en qué medida nuestra condición nos limita. Observamos los sucesos que han llevado a nosotros "a toro pasado", o como dicen los ingleses "in hindsight", mirando hacia atrás en el tiempo desde un instante determinado, y esa tal vez no sea la mejor visión; no podemos ver el río desde arriba, estamos obligados por la naturaleza a observarlo desde donde estamos; no podemos elevarnos y observar todo el paisaje que nos rodea. Mirar las cosas desde aquí (siendo "aquí" la condición física y humana) implica siempre un espejismo, y un concepto implícito de "estamos aquí por algo" o "esto ha llevado a nosotros" o "este camino es el que se recorrerá, pues ya lo hemos recorrido". Esa forma de pensar no la podemos evitar, pues somos seres arrastrados por el río del tiempo, siendo el tiempo algo que no podemos entender, que nos lleva, que sólo podemos medir. Y por eso probablemente, y necesariamente, tenemos una visión sesgada del asunto. Al final se trata de que somos seres de tres dimensiones en un universo de, al menos, cuatro. Tenemos la mirada condicionada por nuestras limitaciones y las que nos impone la física del universo en el que vivimos. No obstante, las matemáticas nos permiten asomarnos un poco por encima de esas limitaciones, y, aunque no entendamos del todo los resultados y las conclusiones a que nos lleven, han probado sobradamente ser la mejor herramienta que tenemos para intentar comprender todo esto (por ejemplo, el espacio-tiempo que definió Einstein en la Teoría de la Relatividad Especial es la única realidad, algo que no podemos constatar ni intuitiva ni físicamente, pero que nos dicen las matemáticas de forma irrevocable y que ciertas pruebas empíricas han corroborado). Desde las matemáticas podemos por tanto trascender nuestras limitaciones intrínsecas, nuestros prejuicios naturales, y volvernos en cierta medida criaturas más capaces, casi transdimensionales, que pueden saltar con sus mentes el rígido marco mental, temporal y físico en el que hemos de desenvolvernos por imposición natural. Sorprendentemente, la naturaleza, pensando en sí misma, puede elevarse sobre sí y trascenderse.
Uso la portada de Singularities para ilustrar este artículo acogiéndome al derecho de cita.