Somos bisnietos y tataranietos de gente hambrienta y desesperada que escapó de estas tierras en esquifes frágiles hacia América. Algunos no llegaron y ahora duermen en el fondo del océano. Los que pudieron arribar se repartieron en Cuba, Venezuela, Argentina o México. Uno de mis tíos bisabuelos marchó en uno de aquellos barcos sobrecargados y vivió en Santiago de Cuba el resto de sus días. No volvió a pisar tierra canaria. Allí se hizo un nombre como arquitecto. Aquí no tenía ni para comer.
Me apena mucho ver ahora mismo a los descendientes de aquella gente valiente manifestándose y gritando que no quieren inmigrantes en las islas. Qué mala memoria. No me reconozco en ellos. No les entiendo. Parece que hablen un idioma distinto al mío.
Padecen la misma mala memoria con la que juegan ahora mismo los extremistas y negacionistas suavizando pesadillas asesinas como el franquismo, que convirtió a este país en un caso único en Europa, con un lavado de cerebro a su población que la mantuvo en el Siglo XIX hasta pasada la segunda mitad del XX. Una pesadilla que seguimos sufriendo hoy en día, pues sus rastros siguen entre nosotros, ya sea marcando personalidades o manteniendo situaciones que nadie ha querido cambiar. Pero lo peor es que hay gente bienintencionada que no ve esa realidad que, lamentablemente, nos define como país, como colectivo humano.
Algo ha fallado en el sistema educativo para que las nuevas generaciones estén viviendo una peligrosísima amnesia colectiva.
Tomé la foto que ilustra este texto el 6 de diciembre de 2020 en la Plaza de la Feria de Las Palmas de Gran Canaria.
