Redacté esto hacía tiempo como tres años, y lo dejé en el horno durante un tiempo. Lo retoqué cuando surgió el asunto espantoso del caso del Yak-42 por el (tibio) dictamen del Consejo de Estado, lo recupero y lo publico tal cual lo escribí, aunque haya pasado mucho tiempo desde su redacción.
Ahora
que se revelan secretos de tanta gente que ha ocultado a todos su fea
cara de evasores económicos, o de buenos sicarios del poder, es cuando más me pregunto cómo se consiente
todo esto. Cómo lo permitimos.
No hace falta ir muy lejos para ver
cómo hemos dejado sin rechistar que empresas enormes se comporten como
sociópatas robando impunemente a la gente por servicios que no les
prestan -pensad en las telefónicas que cometen irregularidades a diario, o en la
banca y sus comisiones, o en la obligación (creada por ellos) de domiciliar
recibos y nóminas en sus cuentas, convirtiéndote en un siervo que no puede existir económicamente sin ellos, o en las eléctricas y sus tarifas
abusivas, y los exministros sonámbulos que trabajan para ellas y se han
guardado las espaldas en paraísos fiscales-.
Hemos consentido que
empresas antaño de bandera dieran paso tras paso para que gobiernen nuestras vidas
durante años de zapa en el Boe. Y ahora son demasiado grandes para
tocarlas; si regulas sus actividades para proteger a la gente te
acusarán de populista a través de los medios de comunicación que ellas mismas han
comprado durante años, y podrán hasta condicionar la forma de gobiernos
enteros. El lobby del Ibex. Hemos creado, entre todos, monstruos imparables.
Este ha sido
tradicionalmente un país de natural corrupto en el que prosperabas en función de tu
origen y tu lealtad al sistema. Desde los tiempos de la posguerra, en
los que para vivir o formabas parte del régimen y recibías sus parabienes, o
sobrevivías en la economía sumergida del estraperlo, a las corporaciones
artificialmente creadas mediante privatizaciones actuales hemos dejado
que las cosas pasen por nosotros sin rechistar. Preferimos no meternos
en líos y no rellenar una hoja de reclamaciones, por ejemplo. Esa es una
renuncia diaria de la ciudadanía.
El otro día
descubrí que Telefónica me había habilitado un servicio sin mi
consentimiento. Tuve que llamar al telefono de atención al cliente para
que me lo deshabilitaran. El sistema está bien engrasado para que esas
pequeñas corruptelas decididas en consejos de administración por
personas con sueldos de seis cifras no tengan consecuencias para ellos.
Llamé a un callcenter, una subcontrata que hace de muro de las
lamentaciones para esa empresa, en la que unos operadores telefónicos
explotados te atienden como pueden respondiendo lo que les ordena un
sistema informático. No podía reclamarle a aquel operador mi problema ni
quejarme, pues él no sabía nada del asunto ni tenía que ver en él; es un
trabajador de otra empresa. El sistema se ha acorazado hábilmente con
los años. Así que me limité a pedirle que me deshabilitaran el servicio
no solicitado, cosa que hizo eficientemente. Luego un sistema
informático me pidió que calificara el servicio. Le puse un 10. Porque
el operador del callcencer había hecho su trabajo bien. Porque
el sistema no te pregunta si estás satisfecho con una empresa que
intenta hurtarte con el consentimiento de tu propio gobierno, sino por la calidad del trabajo de un
operador. Todo está retorcido perversamente para que la impunidad sea
moneda corriente en tus relaciones con esos mastodontes de la
comunicación.
La impunidad. El peor pecado de
este país. Hace unos meses el presidente de la empresa que cito más arriba, se
retiraba. La prensa le cantaba loas y se refería a sus labores al
frente de una empresa en la que según la hagiografia de El País había
peleado por deshacer el desastre causado por el anterior presidente de la empresa, Juan Villalonga, que la había arrasado con pelotazos como el de Terra y se
había pirado millonario a vivir la dolce vita.
Nadie
recordó que el elogiado Presidente que se encaminaba a la jubilación fue condenado hace años por
hacerse rico usando información bursátil privilegiada cuando dirigía Tabacalera, pero su caso como tantos otros oportunamente fue
declarado prescrito por el mismo juzgado que le condenó y, aunque el
delito se demostró, él nunca sufrió las consecuencias de sus actos. Y se llevó el dinero a
casa, claro. Todos estos pequeños detalles sin importancia los silenció
la prensa el día de su retirada. Estamos en 2017 y esas cosas pasan.
Permitir
que personas así hereden imperios sin que paguen por sus delitos,
premiándoles por ser corruptos y protegiéndoles con muros de silencio, mantiene este estado de cosas: empresas mafiosas que extorsionan a sus
clientes inermes, que además ni siquiera son empresas reales sino
monopolios públicos privatizados que mantienen millones de clientes
secuestrados. Ese es el modelo del capitalismo español que destruye la educación, la
sanidad, el transporte o la energía, en sectores vitales, que al final, de ir mal las cosas,
podrían acabar con un país entero. Un capitalismo sociopático hereditario,
corrompido hasta el tuétano, y el reflejo más claro de que el
franquismo no solo arrasó con este país sino que lo dejó marcado por
generaciones.
Porque la empresa que citaba arriba, ha sido leal a quienes le han hecho favores; es retiro dorado para políticos, es comprador bajo cuerda de imperios en ruina, desde la vieja Vía Digital tras la terrible Guerra Digital de hace una década larga, a la reciente compra de Canal Plus, para ayudar a Prisa a salir del agujero. La empresa que citaba arriba pone sus ingentes recursos económicos al servicio del gobierno que se turne en la Moncloa, y éste le devuelve los favores. Así ha sido siempre. Los amigos no se muerden entre ellos.
La impunidad tal vez sea la cara
más fea de todo ello. También pasa fuera de esas empresas, como es el caso de nuestro comisario europeo Arias Cañete. Su
mujer tiene empresas en Panamá pero toda la comisión europea mira hacia
otro lado. Porque ciertas podredumbres extienden como una enfermedad sus
tentáculos hacia lugares insospechados. Cada día que un Cañete es
mantenido en su puesto se pudre un poco más el proyecto europeo. Hasta que un
día ya no quede nada y todos se pregunten qué fue lo que pasó. En qué nos equivocamos.
O pensad en el famoso ministro del Yak-42. Sin siquiera hablar inglés, se le regaló una de las embajadas más importantes -y delicadas- del mundo. En pago, claro, a los servicios prestados, que también lo fueron para hundir al juez Garzón cuando metió la nariz demasiado con el caso Gürtel, o haciendo de abogado del PP en las causas que le rodean y enfangan. Sí, la lealtad para con los amigos, eso tan peligroso a veces.
España
ha mantenido la impunidad como acuerdo tácito de procesos como la
transición. Gente como Arias Navarro, del que hablaré otro día, son
ejemplos sangrantes. España tiene un récord en desaparecidos y
asesinados sin cerrar sólo superado por la Camboya del monstruoso Pol Pot. España es una gigantesca tumba de millones. No se pagó por ello. No
pagar por las culpas genera países sociópatas. Paises enfermos. Sin
remedio posible hasta que no se enfrenten a los fantasmas de su pasado.
Porque estos monstruos de los que hablo son reflejo de una sociedad que
fomenta la impunidad, que prefiere mirar a otro lado para no enfrentarse a
su lado más feo, y que al final vive gangrenada hasta que no decida
colectivamente si merece la pena vivir así o si de una bendita vez
decidimos entre todos el convertirnos en un país occidental. El una
democracia de verdad. Y asumir las consecuencias de esa decisión.
En el fondo soy optimista, aunque parezca lo contrario. Creo que podemos hacerlo.
Lo creo sinceramente.
La foto la obtuve el 13 de junio de 2016 en la Calle del Correo, en Madrid. El coche que está a la izquierda será seguramente uno de los vehículos oficiales para transporte de autoridades de la Comunidad de Madrid, pues la calle cae justo en la trasera del edificio que es su sede, y que por cierto, en tiempos pretéritos albergó a la temida Dirección General de Seguridad franquista.