Cada vez nos exigen más a menudo que nos pongamos en contacto con ellos a través de sus páginas web, o mediante transacciones documentales exclusivamente digitales.
Esto implica, en mi opinión una grave lesión de derechos de los ciudadanos. Y también una grave dejación administrativa. Los funcionarios que se jubilan no se sustituyen por otros nuevos y no se convocan con la debida diligencia nuevas oposiciones. Como consecuencia, cuando se producen momentos de gran actividad (caso de la gestión de los ERTES, las ayudas para autónomos, o el Ingreso Mínimo Vital, todo ello a causa de la COVID-19, aunque también otros servicios públicos, como la sanidad, la administración de justicia o la educación se ven en situaciones similares), la administración, infradotada de personal y material, se bloquea, causando gravísimos perjuicios a los ciudadanos.
Y reclamar por todo ello es poco menos que imposible, pues estos servicios públicos destruidos por administraciones previas (el neoliberalismo odia todo lo público, así que cuando gobierna decide irlo eliminando silenciosamente, todo en nombre del espantajo del déficit; naturalmente, luego esas fallas del sistema serán utilizadas para justificar la entrega del servicio a empresas privadas para que cobren por lo que era una gestión pública, todo muy legal) se han acabado parapetando en la famosa Administración Digital: si quieres relacionarte con ellos, has de utilizarla.
Pero no todo el mundo tiene ordenador, no todo el mundo se defiende con él, y naturalmente no todo el mundo es capaz de moverse en el hostil mundo de las aplicaciones web de las administraciones públicas, un auténtico y caótico batiburrillo sobre el que he escrito en varias ocasiones en este mismo blog.
La comunicación con las administraciones es un derecho ciudadano básico. Obligar a una persona, para ejercer ese derecho, a tener ordenador, conocimientos informáticos y conexión a internet de alta velocidad (que encima no es gratis precisamente) es más un retroceso que una ventaja. Se deja instantáneamente fuera de la sociedad a millones de personas, ya sean ancianos, población en exclusión social, analfabetos digitales (qué adjetivo más feo, por cierto), etc.
Llevo años recordando esta lesión imparable de varios derechos básicos ante esas mismas administraciones que las practican sistemática e impunemente, sin éxito; en este blog he dedicado un buen puñado de entradas a todo ello. Pero desafortunadamente este proceso sigue adelante sin que a nadie parezca importarle: menos funcionarios, menos servicios, más hostilidad; menos derechos ciudadanos por tanto. Es una mezcla perversa entre el modelo franquista del servicio público (el ciudadano siempre es un sospechoso y sobre todo una molestia) y la tecnología del siglo XXI (utilizada como dique de contención) que se me antoja completamente dislocada y sin rumbo. Eso en España nos debería sonar: no se escucha al ciudadano ni se trabaja en ese aspecto en pro de sus necesidades; se prefiere dificultar sus vías de comunicación con la administración, y así el problema desaparece. Ver cómo tantos servicios se autodestruyen porque son encabezados por políticos con claros objetivos es desolador. Y es peor aún, porque cuando vemos lo que pasa por jibarizar lo público cuando las cosas se ponen feas, como en el caso de la COVID-19, nadie hace nada al respecto, o se engaña sistemáticamente a los ciudadanos con falacias para que no miren a una administración pública que agoniza.
Otro problema añadido es el proceso imparable de digitalización de todas nuestras vidas. Pagamos con móviles o con tarjetas, tenemos que relacionarnos con los bancos por internet o por cajeros automáticos, desaparece toda la documentación en papel. Nuestra vida, nuestro historial médico, nuestras cuentas y datos personales, se almacenan en servidores remotos.
¿Qué pasará cuando todo ese tinglado digital falle? A veces nos llegan pequeños ejemplos del futuro, como hoy, que se ha caído Whatsapp, Facebook e Instagram unas horas, y se ha extendido el pánico universal. Y sólo son unas ridículas redes sociales. Imaginen cuando se caigan los sistemas bancarios, sanitarios o energéticos.
El día en que se corte internet (ocurrirá, ya sea por un ciberataque o por un evento catastrófico), o haya una caída de fluido eléctrico masivo (también), todo se derrumbará como un castillo de naipes. No esperemos a eso. Hace pocos días todo el servicio del SEPE se vino abajo por un ataque informático. Todavía siguen si recuperarse, y están pidiendo a la desesperada voluntarios que echen una mano. Nadie en las instancias oficiales se ha preocupado de aumentar su presupuesto para contratar a más trabajadores.
No dejo de preguntarme por qué ocurren estas cosas, y no deja de sorprenderme cómo la ciudadanía permanece en silencio ante estos pequeños atropellos que poco a poco se van sumando en auténticos aludes de pérdida de derechos. Es como el cuento de la rana y el agua hirviendo.
Poco a poco nuestros derechos van siendo reducidos, pero ocurre tan lentamente, que, o no nos damos cuenta, o no queremos ser conscientes de ello.
Recuerden aquel dicho: la incompetencia en ocasiones es indistinguible de la maldad.
La imagen con la que ilustro este texto es de la adaptación televisiva de "1984", protagonizada por Peter Cushing y dirigida por el pionero televisivo Rudolph Cartier en 1954. Copyright BBC. La uso acogiéndome al derecho de cita.