viernes, 24 de julio de 2020

Lo que realmente importa


Recupero un artículo inédito de hace unos cinco años del archivo del blog...

Estaba esperando un vuelo en la T4 del Aeropuerto de Madrid, y pasé junto a las máquinas de vending, esas que te dan comida o bebida envasada a un precio que duplica el de la calle, sin que nadie haga nada (bueno, como todas las carísimas concesiones hosteleras de AENA, que eso son, pero sin empleados, excepto los de mantenimiento), y asistí por un instante clarividente, como un alienígena recién llegado a la tierra, al modelo de vida que la mercadotecnia y la sacrosanta imagen de marca ha traído a nuestras vidas.

Las máquinas de vending te daban lo que cualquier quiosco de alimentación, eso sí, sin interacción humana: las mismas bebidas franquiciadas que puedes encontrar en cualquier lugar del mundo, las mismas chocolatinas, los mismos sandwiches fabricados a centenares en una planta anónima en algún lugar del país. Todos ellos productos de bajo coste para el fabricante, basados en imagen de marca. Una bebida azucarada que vende la felicidad, cuyo coste de producción y envasado es ridículo y fue amortizado hace muchas décadas, que se limita a reinventarse, cambiar su apariencia y logotipo externo cada varios años, para que el consumidor la viva como “nueva” de alguna manera. Productos baratos vendidos a altos precios, productos que no cuentan la realidad de lo que son: pequeñas dosis de placer, vía azúcares generalmente, creados con productos baratos, con enormes márgenes de beneficio.

Un par de empresas controlan esos mercados, sean los de bebidas azucaradas o los de chocolatinas, que me resulta especialmente llamativo, pues una megaempresa, Nestlé, ha devorado a decenas y decenas de pequeños fabricantes, para generar productos “de capricho”, como Milka con trocitos de Oreo, que parecen fabricados para algún niño rico mimado y maleducado. Porque al final, en el proceso de crecimiento imparable de estas transnacionales de la alimentación, la reinvención es básica, fundamental. Como hacían los cómics Marvel en los críticos 70 en que estuvieron a punto de perecer, enfrentando a La Cosa contra La Masa, los fabricantes de estas ilusiones instantáneas hacen mezclas imposibles entre los productos que han fagocitado, generando extrañas combinaciones, sueños infantiles, ilusiones de apenas unos segundos.

Ese concepto de venta de sueños, que no de alimentos, preside la orientación del producto alimentario masivo de nuestros días, como hace ya una década larga contaba Naomi Klein en su ensayo “No Logo”; un mundo copado por palabras como “imagen”, “mercado”, “historia” o “narrativa”, pero en el que se olvida que detrás de todo hay un producto, algo que se usa para comer, y que da de comer a muchas familias que lo producen. Eso, son detalles nimios, a lo que se ve. Desde las leches con -falsos- añadidos de vitaminas y oligoelementos a los -dudosos- preparados lácteos con bacterias beneficiosas, desde las gominolas con Vitamina C, a los refrescos con edulcorantes no azucarados, el consumidor es tratado como un niño al que atraen los colores chillones, los eslóganes ruidosos, las medias verdades envasadas a coste ridículo, por marcas todopoderosas que hacen el mundo más homogéneo y más pobre. Y pasa en todo: en las marcas de ropa, en las franquicias alimentarias rápidas, en los productos cosméticos o en tantos y tantos productos. Da igual ya, las ciudades llenas de franquicias en sus centros son ya intercambiables. El centro de Madrid es idéntico al de Hong Kong o al de Santa Mónica. La industria local, el comercio pequeño de barrio, hace tiempo que fue expulsado por los caros alquileres de los barrios céntricos que sólo pueden pagar los Zaras, McDonalds o Hilfiger. Los Estados legislan como pueden para defender a los consumidores ante estos inventos de enormes empresas que tiempo ha olvidaron que hacen alimentos, ropa, bebidas, lo quesea, pero no imagen de marca, y que decidieron que lo suyo son ilusiones, relatos, cuentos, narraciones, épica, no comida, todo ello en beneficio del espectral monstruo de los inversores, los accionistas y el crecimiento perpetuo. De esta manera, los inocentes productos de nuestra infancia, helados, chocolates, refrescos, yogures o dulces, camisas baratas, libros, películas... lo que sea que se pueda franquiciar, se convierten ahora en objetos conceptuales, en excusas, en trampolines a vidas que no son reales, a existencias inventadas en departamentos de mercadotecnia.

Aguas con sabores o que venden salud cuando sólo son eso: agua. Preparados alimenticios que proponen acabar con colesteroles peligrosos, afirmaciones cuanto menos cuestionables que atiborran los estantes de unos supermercados que también hace mucho han sido diseñados para vender a toda costa los productos más ruidosos y chillones. Conceptos tomados de la psicología experimental que, en vez de ser usados para el beneficio del hombre y para ayudarnos a llevar unas vidas más dignas y altruistas, nos convierten en esclavos de mensajes dirigidos al subconsciente, al animal que llevamos dentro. No se puede forzar a empresas transnacionales como las que comento aquí a actuar moralmente, debería de partir de ellas, de sus ejecutivos. Hay cosas que simplemente no se hacen.

Una persona muy cercana me comentaba hace poco, recordando la pérdida de un buen empleo que le había dado estabilidad económica y personal (algo vital en la vida de una persona), cómo la empresa para la que trabajaba había sido eliminada de un plumazo por los accionistas que la poseían. Les había dado igual echar a la calle a un puñado de personas, poner en aprietos a varias decenas de familias, el caso era que había que acabar con aquello, y se hizo, y a nadie le tembló la mano. Cuando una empresa pierde el norte de esa manera, olvida que el mundo es de las personas, que las empresas las hacen las personas, que los consumidores son personas, y que, en resumen, esas abstracciones transnacionales no son más que colectivos humanos. Y cuando un colectivo humano olvida su origen más básico, es que está totalmente perdido. Tengo la esperanza de que algún día nuestra especie comprenderá algo tan aparentemente simple como eso: todo lo que hacemos lo hacemos a los otros. Todo lo que causamos a los demás, tiene unas consecuencias. Todo lo que damos, nos lleva a recibir en justo retorno. Es tan simple, pero a la vez tan difícil de entender... Y sí, hay cosas mal hechas. Hay cosas que no se deben de hacer. Es sencillísimo.

Pues en este mundo que parece haber perdido la referencia de lo que realmente importa, crecen monstruos. Bichitos malvados que apenas se hacen notar, pero reflejan todo un estado de cosas. Hace unas semanas una conocida marca ha creado una campaña sobre las azoteas de las casas, en la que relataba cómo sus excelentes muebles escandinavos pueden devolverlas a la vida. En los anuncios vemos cómo un grupo de “probos ciudadanos defensores de las azoteas” afean con pruebas fotográficas y similares el abandono de las terrazas a sus propietarios, pidiendo a los ciudadanos que colaboren enviando fotos de terrazas abandonadas de sus vecinos. Gracias aparte, la delación de la que hace gala el anuncio nos recuerda tiempos peores, como la guerra que vivió este país o los espantosos años treinta en Alemania. La delación movía aquellos tiempos escalofriantes, y costó muchas vidas. Jugar con ella de esa forma refleja que algo falla en las clases de historia, o que los creativos contemporáneos tienen un sentido del humor espantoso. Pero estos son los tiempos que nos tocan, unos tiempos en los que lo más elemental parece olvidarse, en aras de... de nada. Me temo que de nada, porque al otro lado no hay nada. Esa campaña ha pasado tan tranquila el famoso “autocontrol” de las agencias publicitarias. Vale. No necesito saber más. En fin. A lo mejor es que tengo la piel demasiado fina últimamente.

La foto la tomé en la T4 el día 23 de mayo a las 6:35 de la mañana.

A peculiar galaxy near M104

Publicado en Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, Vol. 59, número 2. P.327. Este es el link.