Mi abuela se llamaba
Delfina. Yo la llamaba de niño “Mamá Fina”. Era una mujer-río,
a cargo de una familia numerosa. Un día, cuando enviudó joven,
decidió enfundarse en el luto y así permaneció hasta su muerte, durante 30 años más.
Debieron de vivir mi abuelo y mi abuela un amor muy grande; él la adoraba, y cada
día le traía un regalo, fuera lo que fuera, y dentro de lo que
podían permitirse, que mucho no era.
Antes de que mi abuelo
se fuera, tenían una activa vida social en Las Palmas, la ciudad en
la que vivían por aquellos días. Y una de las cosas que me cuenta mi madre que le
gustaba hacer a mi abuela, tras la puesta de sol, era irse al cine con mi abuelo de la mano,
dejando a los niños al cuidado de ella, Isabel, la hija mayor. Solían
ir al Cine Goya, que estaba en la calle Manuel González Martín, del popular barrio de las
Alcaravaneras, mejor conocida entonces por los vecinos como “La Calle del Cine”.
En aquellos años mi abuela era fanática de actores que empezaban a
hacer cine sonoro, estrellas canoras como John Boles (de quien ya he hablado en este mismo blog) o John Gilbert, famoso
por ser amante de Greta Garbo.
Por las tardes en el Cine Goya
solían proyectar seriales, a los que llevaban a sus hijos. Los seriales estaban de moda entonces; eran productos de bajo presupuesto, pero encantaban al público. Todos eran de origen norteamericano, de estudios pobretones, como Republic o Universal. Y en
aquella oscura españa en la que tenías que ponerte de pie y cantar
el Cara al Sol antes de cada sesión de cine, bajo la severa miraba de vigilantes
que te delataban a la primera de cambio, compensaba la humillación para luego darte una
panzada de entretenimiento y diversión. Qué poco tiempo hace de cosas tan oscuras, y qué mala memoria tenemos entre los de mi generación.
Pero estoy divagando.
Uno de aquellos
seriales era el de Flash Gordon, una adaptación del comic homónimo de
Alex Raymond, que tuvo tres producciones, todas de la Universal, una
en 1936, otra en 1938 y una última en 1939. Aquel serial que ahora
levanta cejas en los espectadores y dibuja una simultánea sonrisa de conmiseración en sus caras, fue
fruto del trabajo de un puñado de artesanos al otro lado del mundo,
que, en unas condiciones extremas (sueldos raquíticos,
presupuestos irrisorios, nula colaboración de otros departamentos
del estudio, plazos de entrega imposibles) hicieron unas respetables obras de entretenimiento.
Para que os hagáis una idea, aunque sea un detalle un poco técnico, los equipos del departamento de seriales de la Universal debían de
entregar una media de 80 setups al día (un setup es en la jerga USA del cine un plano nuevo
que implica mover la cámara de sitio, desplazar las luces y los focos, colocar a los actores, maquillarlos y caracterizarlos, etc.). En
estos tiempos comodones en los que vivimos, cuando haces un
cortometraje entre amigos a destajo, hacer 40 setups diarios es todo
un logro y puede suponer 17 horas de trabajo continuo. Pero no acababa aquí la cosa. Si un actor durante una toma se
olvidaba de una línea de diálogo o se equivocaba, no había una segunda toma para corregir, sino
que se rodaba un plano más cercano en el que se le hacía repetir sólo la
línea errada u olvidada, o se doblaba directamente, a pelo, con otra
voz, despreocupadamente. El metro de celuloide era carísimo y había que ahorrar a toda costa.
La labor cotidiana era tan dura, que la unidad de
seriales de la Universal era la única de todo el estudio que permitía beber alcohol a
sus empleados durante el trabajo, encargándose la misma empresa de
servir un cóctel especialmente fuerte entre ellos varias veces al
día. Sí, trabajaban prácticamente borrachos. Eran otros tiempos, y así soportaban unas condiciones laborales inhumanas.
Lo
sorprendente del maltrato general que Universal daba a sus seriales
era que por otro lado suponían su principal fuente de ingresos. Eran
increíblemente rentables y populares. Pero paradójicamente, nunca
recibieron el menor apoyo. Así, se producían con una filosofía del
reciclaje a toda costa muy acentuada. Por poner un ejemplo, gran parte de la música usada
en ellos provenía de las bandas sonoras de películas previas, o los decorados también se reutilizaban de
producciones anteriores del estudio. El acceso a la unidad de efectos especiales de la empresa, que coordinaba el legendario John P. Fulton, estaba también cerrado a los seriales, por lo que para Flash Gordon tuvieron que crear su propio departamento de efectos y miniaturas. Hablamos de una producción de ciencia ficción que ocurría en otro planeta, así que había que inventarlo todo, desde el vestuario a las armas, con un presupuesto raquítico.
Los tres seriales, Flash Gordon, Flash Gordon's trip to Mars y
Flash Gordon Conquers the Universe (más un tercero, pero éste
adaptando otro comic, Buck Rogers) fueron protagonizados por un
nadador olímpico, Larry “Buster” Crabbe, que en principio se
mostró bastante escéptico con aquel lamentable trabajo que le habían asignado en
el Estudio (y poco más podía hacer; en aquellos años un
actor era un obrero más, que salía en las fotos de la prensa, pero
un obrero asalariado a fin de cuentas), pues tenía más ambiciones
artísticas que protagonizar aquellas peliculitas de bajísimo presupuesto. Hoy en
día sólo se le recuerda por haber sido Flash Gordon, así que al final
aquello resultó ser lo mejor para su carrera, supongo.
Larry "Buster" Crabbe
Entre 1936 y 1939, los años finales de los seriales, pasaron muchas cosas en la Universal, que atravesaba momentos
terribles (tenían que parar la actividad durante varios días a la semana
para poder pagar los sueldos a sus trabajadores los sábados), a causa de la recesión causada por el crack bursátil del 29. Finalmente, Carl Laemmle, el fundador y patriarca del negocio, tuvo que vender la
empresa, y como consecuencia de ello, toda su familia fue expulsada inmediatamente de la gestión del estudio.
Los Laemmle, padre e hijo
Su hijo había propiciado, como comenté en un artículo anterior, el nacimiento de la legendaria serie de películas de
monstruos del Estudio, con Dracula inicialmente, y luego Frankenstein (en la que,
por cierto, intervenía el mismísimo John Boles, en un papel
secundario extrañamente impropio dada su condición de
superestrella).
¿Y a qué todo esto? Pues para dar un salto a la saga de Star Wars y a las muchas cosas que debe a los seriales de los años 30.
A estas alturas la
mayoría sabréis que estas letras en fuga que inician cada película de la serie no las inventó George
Lucas para La Guerra de las Galaxias, sino que son un “homenaje”
del realizador californiano a estas otras, inventadas originalmente
para el serial de Buck Rogers de 1938, y luego para Flash Gordon Conquers the
Universe, de cuyo Capítulo 11 proviene este fotograma.
Lo mismo ocurre con el concepto de “capítulos” en que se ha dividido la saga intergaláctica. En realidad si algo es Star Wars, es Flash Gordon con tecnología contemporánea. Y en el poster de abajo, apenas difundido, al menos tenían la honestidad de reconocerlo:
George Lucas fue un ávido consumidor de seriales durante su infancia en la pequeña ciudad californiana de Modesto, allá por los años 50, cuando se emitían sindicados en las cadenas locales de TV. Le marcaron tanto, que su homenaje a ellos se convirtió en una película que, para bien o para mal, cambió en 1977 las reglas del juego de la industria del cine.
En los tiempos dorados de los seriales, no habrían tardado 40 años en crear una saga de 9 películas, sino apenas unas semanitas...
Uso las imágenes acogiéndome al derecho de cita. El poster de Star Wars, aunque no viene firmado, creo que lo pintó Howard Chaykin, quien, por cierto, ilustró los primeros números de la versión inicial en cómic de la película, editados por Marvel. En esa versión, basada en el guión de rodaje, hay escenas que, aunque se rodaron, desaparecieron posteriormente en el montaje que se estrenó en salas, como la conversación que Luke Skywalker tiene con su amigo, el piloto rebelde Biggs Darklighter.