Acabo de leer “Aurora”,
novela de Kim Stanley Robinson que ha publicado hace poco Minotauro.
Robinson se hizo famoso por su trilogía de novelas sobre la
colonización del planeta Marte hace ya un par de décadas, y en
“Aurora” insiste en ese tema, centrándose en el viaje
interestelar de una nave espacial tripulada por varios miles de
personas hacia un planeta extrasolar, con el fin de colonizarlo, y cuyo
nombre da título a la novela.
El viaje dura mucho
tiempo, pues la nave espacial de desplaza a una décima parte de la
velocidad de la luz (la constante conocida como c, aproximadamente
300.000 kilómetros por segundo) hacia un destino e orbita
alrededor de la estrella Tau Ceti, a unos 12 años luz de la Tierra. Viajando al 10% de c, necesitaríamos más de
120 años para llegar allí. En realidad haría falta más
tiempo aún, pues para alcanzar la enorme velocidad de la nave sin
aplastar a los viajeros por la aceleración, se habría ido aumentando la
velocidad poco a poco durante décadas, y se tardaría otras tantas en ir frenando, a medida que se acercara a su objetivo. En fin, que el
viaje llevaría casi dos siglos, así a ojo. Toda una singladura que
obedecería a esa necesidad tan humana de explorar, y que nos ha
llevado a recorrer el mundo de lado a lado mientras hemos vivido en
él.
Se trata de un viaje
transgeneracional en el que los habitantes que parten de la Tierra no
van a ser los que llegarán a destino, pasando al menos dos
generaciones en el interior de la nave, por mucho que aumente la
esperanza de vida. Por tanto, habrá personas en ese viaje que sólo
conocerán un hogar: la nave en la que viajan. La novela se podría
encuadrar en la llamada “ciencia ficción dura”, por partir de un
poderoso soporte documental y científico, y ha sido todo un best
seller en varios países. Pero hay mucho más en ella.
No voy a adelantar
mucho sobre la trama, que está llena de giros y sorpresas, y rompe
expectativas, pero sí comentaré algo sobre los temas narrados.
Contada a lo largo de dos generaciones en las que toman protagonismo
madre e hija, que son una suerte de líderes de la expedición (no
muy felices de serlo, lo que supongo le pasaría a cualquiera ante
tamaña responsabilidad), explora asuntos muy interesantes, como
nuestra condición y limitaciones, el futuro explorador de la
humanidad hacia otras estrellas, la violencia como amarga distinción
de nuestra especie, y dilemas morales de gran calado, como qué hacer
cuando tu destino no era tal y como esperabas, o de qué manera
enfrentarte a los errores que generaciones pasadas han cometido y que
tú vas a pagar.
Siempre he abogado por
la necesidad futura de que abandonemos este planeta, y posteriormente
el sistema solar, para convertirnos en una especie colonizadora a lo
largo de generaciones y generaciones, y la novela me coloca en una
situación difícil; sobre todo al contrastar mi optimismo al
respecto con ciertas realidades que surgirán ante nosotros. Asuntos
como el mero hecho de que colonizar o terraformar un planeta
distante es un problema vasto e inabarcable, o si realmente podemos
sobrevivir en ecosistemas extraños que han evolucionado por su
cuenta a lo largo de los eones, me llevan a pensar que el asunto es
una empresa inabarcable, y de enfrentarla será la más importante y
cara gesta de toda nuestra historia. La novela plantea el momento de
esas primeras misiones para habitar planetas extrasolares para dentro
de unos 700 años. En ese tiempo, si nuestra especie sobrevive,
probablemente tendremos la tecnología suficiente para ello. A pesar
del tiempo futuro en el que se desarrolla la acción, seguirán
habiendo problemas irresolubles y enormes riesgos a correr,
imposibles de calcular con exactitud debido a la vastedad de las
variables implicadas.
Os dejo con algunos
párrafos de la obra que no cuentan nada que os reviente la historia,
pero que me han dejado lo suficientemente marcado como para
señalarlos:
(habla la inteligencia
artificial de la nave -que mantiene siempre un curioso plural cuando
se refiere a sí misma-, añorando a la líder fallecida de la
expedición)
“Deseábamos que Devi
estuviese ahí. Intentábamos imaginar qué hubiese dicho. Lo cual
descubrimos que era imposible. Eso era precisamente lo que se perdía
a la muerte de una persona.”
Siempre he pensado algo
similar: que cuando alguien muere, una visión única del mundo, una
suma de experiencias que sólo han ocurrido en su mente, una manera
de percibir, de hablar, de concebir ideas, se pierde para siempre.
Con cada mente humana que se va, es como si una gigantesca catedral
se derrumbara hasta que no quedara nada. Esta corta frase me dejó
pensando en el asunto. Tal vez en el futuro encontremos formas de
grabar las consciencias humanas, para no perder toda esa riqueza que
se va para siempre con cada ser humano que perdemos.
“-Vive como si
estuvieras muerto.
-¿Cómo?
-Un dicho japonés.
Vive como si estuvieras muerto.”
Muy interesante ese
dicho. En realidad es análogo a lo que persiguen los budistas con la
meditación, u otras religiones con la oración, y otras disciplinas,
desde el yoga al mindfullness: céntrate en el presente, no
juzgues, vive el ahora, como si no hubiera un mañana. Exactamente:
Vive como si estuvieras muerto.
”Ahora pensamos que
el amor es como prestar atención. Por lo general, prestar atención
a otra consciencia, pero no siempre; la atención puede darse a algo
inconsciente, incluso inanimado. Pero la atención parece a menudo
ser llamada por una consciencia afín. Algo al respecto impone la
atención, recompensa la atención. Esa atención es lo que llamamos
amor. El afecto, la estima, un cariño apasionado. En ese punto la
consciencia que es sentir el amor tiene el universo organizado para
ella por una especie de polarización. Entonces dar es obtener. El
sentimiento de consideración es una recompensa inmediata. Uno da.”
Una bonita definición
del hecho de amar (concebida por la inteligencia artificial de la
nave, que vive en un perpetuo estado de perplejidad, fascinada con la condición humana) que suscribo.
Para terminar, un par
de detalles. Hay un momento hacia el final del tercer acto de la
novela en el que los protagonistas dedican una tarde a ver el rayo
verde, un fenómeno atmosférico fascinante al que Eric Rohmer dedicó
una de sus más interesantes películas (de la serie de largometrajes
“comedias y proverbios”). Y el final de la historia es cotidiano, personal e íntimo,
alejado de la enorme escala de la gesta narrada, y precisamente por
eso me parece acertado y emocionalmente satisfactorio.
Como habréis
comprobado, he seleccionado párrafos de la obra que, curiosamente,
no parecen sacados de una novela de ciencia ficción. Porque “Aurora”
es, como suele pasar con lo mejor del género, una reflexión sobre
todos nosotros, alrededor de nuestra condición, humana (y
transhumana), sobre nuestro presente, nuestro futuro, nuestro destino
personal... y las cosas que realmente merecen la pena.