Recupero un artículo inédito de hace unos cinco años del archivo del blog...
Estaba esperando un
vuelo en la T4 del Aeropuerto de Madrid, y pasé junto a las máquinas
de vending, esas que te dan comida o bebida envasada a un precio que
duplica el de la calle, sin que nadie haga nada (bueno, como todas
las carísimas concesiones hosteleras de AENA, que eso son, pero sin
empleados, excepto los de mantenimiento), y asistí por un instante
clarividente, como un alienígena recién llegado a la tierra, al
modelo de vida que la mercadotecnia y la sacrosanta imagen de marca
ha traído a nuestras vidas.
Las máquinas de
vending te daban lo que cualquier quiosco de alimentación, eso sí,
sin interacción humana: las mismas bebidas franquiciadas que puedes
encontrar en cualquier lugar del mundo, las mismas chocolatinas, los
mismos sandwiches fabricados a centenares en una planta anónima en
algún lugar del país. Todos ellos productos de bajo coste para el
fabricante, basados en imagen de marca. Una bebida azucarada que
vende la felicidad, cuyo coste de producción y envasado es ridículo
y fue amortizado hace muchas décadas, que se limita a reinventarse,
cambiar su apariencia y logotipo externo cada varios años, para que
el consumidor la viva como “nueva” de alguna manera. Productos
baratos vendidos a altos precios, productos que no cuentan la
realidad de lo que son: pequeñas dosis de placer, vía azúcares
generalmente, creados con productos baratos, con enormes márgenes de
beneficio.
Un par de empresas
controlan esos mercados, sean los de bebidas azucaradas o los de
chocolatinas, que me resulta especialmente llamativo, pues una
megaempresa, Nestlé, ha devorado a decenas y decenas de pequeños
fabricantes, para generar productos “de capricho”, como Milka con
trocitos de Oreo, que parecen fabricados para algún niño rico
mimado y maleducado. Porque al final, en el proceso de crecimiento
imparable de estas transnacionales de la alimentación, la
reinvención es básica, fundamental. Como hacían los cómics Marvel
en los críticos 70 en que estuvieron a punto de perecer, enfrentando
a La Cosa contra La Masa, los fabricantes de estas ilusiones
instantáneas hacen mezclas imposibles entre los productos que han
fagocitado, generando extrañas combinaciones, sueños infantiles,
ilusiones de apenas unos segundos.
Ese concepto de venta
de sueños, que no de alimentos, preside la orientación del producto
alimentario masivo de nuestros días, como hace ya una década larga
contaba Naomi Klein en su ensayo “No Logo”; un mundo copado por
palabras como “imagen”, “mercado”, “historia” o
“narrativa”, pero en el que se olvida que detrás de todo hay un
producto, algo que se usa para comer, y que da de comer a muchas
familias que lo producen. Eso, son detalles nimios, a lo que se ve.
Desde las leches con -falsos- añadidos de vitaminas y oligoelementos
a los -dudosos- preparados lácteos con bacterias beneficiosas, desde
las gominolas con Vitamina C, a los refrescos con edulcorantes no
azucarados, el consumidor es tratado como un niño al que atraen los
colores chillones, los eslóganes ruidosos, las medias verdades
envasadas a coste ridículo, por marcas todopoderosas que hacen el
mundo más homogéneo y más pobre. Y pasa en todo: en las marcas de
ropa, en las franquicias alimentarias rápidas, en los productos
cosméticos o en tantos y tantos productos. Da igual ya, las ciudades
llenas de franquicias en sus centros son ya intercambiables. El
centro de Madrid es idéntico al de Hong Kong o al de Santa Mónica.
La industria local, el comercio pequeño de barrio, hace tiempo que
fue expulsado por los caros alquileres de los barrios céntricos que
sólo pueden pagar los Zaras, McDonalds o Hilfiger. Los Estados
legislan como pueden para defender a los consumidores ante estos
inventos de enormes empresas que tiempo ha olvidaron que hacen
alimentos, ropa, bebidas, lo quesea, pero no imagen de marca, y que
decidieron que lo suyo son ilusiones, relatos, cuentos, narraciones,
épica, no comida, todo ello en beneficio del espectral monstruo de
los inversores, los accionistas y el crecimiento perpetuo. De esta
manera, los inocentes productos de nuestra infancia, helados,
chocolates, refrescos, yogures o dulces, camisas baratas, libros,
películas... lo que sea que se pueda franquiciar, se convierten
ahora en objetos conceptuales, en excusas, en trampolines a vidas que
no son reales, a existencias inventadas en departamentos de
mercadotecnia.
Aguas con sabores o que
venden salud cuando sólo son eso: agua. Preparados alimenticios que
proponen acabar con colesteroles peligrosos, afirmaciones cuanto
menos cuestionables que atiborran los estantes de unos supermercados
que también hace mucho han sido diseñados para vender a toda costa
los productos más ruidosos y chillones. Conceptos tomados de la
psicología experimental que, en vez de ser usados para el beneficio
del hombre y para ayudarnos a llevar unas vidas más dignas y
altruistas, nos convierten en esclavos de mensajes dirigidos al
subconsciente, al animal que llevamos dentro. No se puede forzar a
empresas transnacionales como las que comento aquí a actuar
moralmente, debería de partir de ellas, de sus ejecutivos. Hay cosas
que simplemente no se hacen.
Una persona muy cercana
me comentaba hace poco, recordando la pérdida de un buen empleo que
le había dado estabilidad económica y personal (algo vital en la
vida de una persona), cómo la empresa para la que trabajaba había
sido eliminada de un plumazo por los accionistas que la poseían. Les
había dado igual echar a la calle a un puñado de personas, poner en
aprietos a varias decenas de familias, el caso era que había que
acabar con aquello, y se hizo, y a nadie le tembló la mano. Cuando
una empresa pierde el norte de esa manera, olvida que el mundo es de
las personas, que las empresas las hacen las personas, que los
consumidores son personas, y que, en resumen, esas abstracciones
transnacionales no son más que colectivos humanos. Y cuando un
colectivo humano olvida su origen más básico, es que está
totalmente perdido. Tengo la esperanza de que algún día nuestra
especie comprenderá algo tan aparentemente simple como eso: todo lo
que hacemos lo hacemos a los otros. Todo lo que causamos a los demás,
tiene unas consecuencias. Todo lo que damos, nos lleva a recibir en
justo retorno. Es tan simple, pero a la vez tan difícil de
entender... Y sí, hay cosas mal hechas. Hay cosas que no se deben de
hacer. Es sencillísimo.
Pues en este mundo que
parece haber perdido la referencia de lo que realmente importa,
crecen monstruos. Bichitos malvados que apenas se hacen notar, pero
reflejan todo un estado de cosas. Hace unas semanas una conocida
marca ha creado una campaña sobre las azoteas de las casas, en la
que relataba cómo sus excelentes muebles escandinavos pueden
devolverlas a la vida. En los anuncios vemos cómo un grupo de
“probos ciudadanos defensores de las azoteas” afean con pruebas
fotográficas y similares el abandono de las terrazas a sus
propietarios, pidiendo a los ciudadanos que colaboren enviando fotos
de terrazas abandonadas de sus vecinos. Gracias aparte, la delación
de la que hace gala el anuncio nos recuerda tiempos peores, como la
guerra que vivió este país o los espantosos años treinta en
Alemania. La delación movía aquellos tiempos escalofriantes, y
costó muchas vidas. Jugar con ella de esa forma refleja que algo
falla en las clases de historia, o que los creativos contemporáneos
tienen un sentido del humor espantoso. Pero estos son los tiempos que
nos tocan, unos tiempos en los que lo más elemental parece
olvidarse, en aras de... de nada. Me temo que de nada, porque al otro
lado no hay nada. Esa campaña ha pasado tan tranquila el famoso
“autocontrol” de las agencias publicitarias. Vale. No necesito
saber más. En fin. A lo mejor es que tengo la piel demasiado fina
últimamente.
La foto la tomé en la T4 el día 23 de mayo a las 6:35 de la mañana.